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IMPLICACIONES POLÍTICAS DEL CONCEPTO DE DIÁSPORA
IMPLICACIONES POLÍTICAS DEL CONCEPTO DE DIÁSPORA
© 2015 Pedro Aponte-Vázquez
La visión de mundo de los estadounidenses, entendiéndose por este gentilicio los ciudadanos oriundos de Estados Unidos de Norteamérica[1], lleva a los integrantes de esa sociedad, seguramente salvo algunas excepciones, a etiquetar rigurosa y maquinalmente las manifestaciones humanas individuales y colectivas de su entorno y del distante ámbito exterior. Esta práctica perenne tiene el potencial de llevar a cada cual ―por su condición humana― a rutinariamente clasificar consciente e inconscientemente todo aquello que observa o en lo que activa o pasivamente participa, así como a aquellos con quienes interactúa. La clase dominante estadounidense, pragmática como es, no está ajena a esa realidad ni pasa por alto su utilidad. Los propietarios que componen esa relativamente pequeña y cerrada clase saben que esa visión les sirve de instrumento para dividir y separar las partes de muchos todos y no pierden oportunidad alguna de aprovecharla. Aludo a la clase dominante estadounidense no porque este proceder sea de su exclusividad, pues no lo es, sino porque es a esa clase a la que me propongo hacer referencia en esta breve exposición. En la misma habré de examinar específicamente el concepto de “diáspora” y su utilidad política.
La Real Academia Española dice en su Diccionario digital que “diáspora” viene del griego con el significado de “dispersión” y provee dos definiciones: “dispersión de los judíos exiliados de su país” y “dispersión de grupos humanos que abandonan su lugar de origen”. Adoptaré la segunda definición.
El término “dispersión”, como concepto al fin, es en sí mismo abstracto y lo es aún más, si ello es posible, en alusión a personas. En esos casos se acerca peligrosamente a la idea de trulla; de fracatán; de reguero; y en el habla boricua: de reguerete. Estos conceptos llevan implícita a su vez la idea de desconexión o, cuando menos, de escasa o mínima conexión… incluso de distanciamiento y hasta de falta de propósitos comunes; de apartamiento. Por cierto, ese apartarse, esa falta de propósitos comunes, es aplicable tanto a personas en la realidad como a objetos personificados en la ficción. Es algo así como si habláramos de carencia de personalidad; es decir, de falta de esos rasgos distintivos que van más allá de meras características físicas para fuertemente asir aspectos de espiritualidad; de carácter; de modo de estar en el mundo; de identidad.
Para la clase dominante ―ese conjunto de personas que detentan el poder político con el consiguiente poder económico en una nación capitalista cualquiera―, es ventajoso buscar y encontrar modos de separar a quienes se les opongan o parezcan oponérseles o tengan el potencial para convertirse en una amenaza real para sus intereses. Con ese fin utiliza conceptos que sirvan para identificar con etiquetas excluyentes a aquellos a quienes ve como consumados o potenciales opositores o, tajantemente, como enemigos. La práctica de etiquetar comienza a lograr su propósito de excluir, de apartar, cuando unos integrantes de un mismo grupo aceptan la etiqueta con sus atribuidas definiciones y hasta se la aplican ellos mismos, mientras otros la rechazan y hasta la repudian.
En el caso de la sociedad estadounidense, resulta más fácil aplicar ese instrumento debido a lo heterogénea de la misma, a su amplia diversidad de características físicas de origen biológico y a la pluralidad de orígenes étnicos con sus respectivas religiones, idiomas y tradiciones, además de otras manifestaciones culturales. Allí, la clase dominante cuenta con todo un arsenal de etiquetas que utiliza hábilmente como cuñas con las cuales hender los grupos que se le opongan y de ese modo hacerlos vencibles. Así logra dividir entre ellos mismos a sus ciudadanos negros (un negro mató a Malcolm X); a los integrantes de los pueblos originarios (un indio mató a Sitting Bull); a los blancos pobres (blancos mataron a John y a Robert Kennedy); a los pobres en general; a los hispanos; a los orientales; a los nuevos inmigrantes; a los que buscan refugio; a los estudiantes; a los artistas, a los escritores y a cualquier grupo al que vea como una amenaza inminente o en ciernes para su más firme estabilidad ―como pueden serlo los poetas; como pueden serlo los historiadores; como puede serlo una diáspora que sea solidaria con su lugar de origen.
En el renglón de la población negra, por ejemplo, se etiqueta a unos como pacifistas y a otros como violentos; en el de los antiguos nativos del continente introducen las etiquetas de indio, indio americano, amerindio, nativo americano, pueblos originarios y primeras naciones; entre los blancos están los que son etiquetados como “basura blanca”, hillbillies, (campesinos), wasp, sureño y aún otras etiquetas según la procedencia geográfica. A los puertorriqueños nos llaman despectivamente spiks y acá en Puerto Rico se adptó en la década de los 70 el denominar despectivamente como “Nuyoricans” a los compatriotas que comenzaron a regresar de Estados Unidos aunque no vinieran necesariamente de Nueva York. Hoy día se ha popularizado tanto el concepto de diáspora para referirse a los puertorriqueños residentes allá, incluso entre ellos mismos, que comienza a fragmentarse con la utilización de “DiaspoRican” y “diasporriqueño” para describir, sobre todo, a miembros de la diáspora que optan por reintegrarse al entorno de la Isla. Entre éstos figuran profesionales e intelectuales retirados de sus respectivos empleos, quizás predominantemente independentistas, cuyo poder económico les permite regresar precisamente cuando más crítica es la condición de la colonia. No obstante, el antropólogo Jorge Duany señala que el término “se refiere a los descendientes de puertorriqueños dispersos por Estados Unidos, muchos de los cuales siguen sintiéndose boricuas”.[2] Además, ya se especula que está en proceso de gestación lo que se conocería como “Floriricans”, una subdivisión de la diáspora boricua evidentemente de la provincia de Florida que Duany describe como “fragmentada”.[3]
A esa clase dominante no le faltan motivos para querer dividir más y más y mantener dividida a la nación puertorriqueña. Tres puertorriqueños, el médico Eduardo Garrido Morales y los abogados José Ramón Quiñones y Arturo Ortiz Toro manipularon directamente el encubrimiento del caso Rhoads.[4] Por otra parte, un psiquiatra boricua, Luis M. Morales, declaró loco al líder Nacionalista Pedro Albizu Campos[5] mientras que otro abogado puertorriqueño, José Trías Monge, participó en el proceso de encubrir su tortura.[6] Además, los fiscales que enjuiciaron a los Nacionalistas luego de la insurrección de 1950 y los jueces que los mandaron a la cárcel eran todos puertorriqueños. Anteriormente, delatores puertorriqueños no faltaron para beneficio de los invasores españoles ante la insurrección de 1868, así como sobran quienes celebran jubilosos la invasión de nuestro territorio nacional por el ejército estadounidense 30 años después.
En reacción a las pésimas condiciones de vida de la nación puertorriqueña, provocadas en gran medida por la explotación económica que tranquilamente anda asida de la mano del voraz imperialismo, el invasor recurrió desde el inicio del siglo XX a la servil válvula de escape de la emigración. Pero eso sí, pintándola como un derecho que no pocos vieron como un merecido privilegio que les concedía el “benévolo” invasor. La inmensa mayoría emigró hacia los centros urbanos estadounidenses geográficamente más cercanos y todavía otros lo hicieron rumbo a Hawaii, pero todos llevaban consigo al partir su rico bagaje cultural y cada cual albergaba en lo más profundo la firme determinación de regresar al lar querido donde nació. Sin embargo, una serie de circunstancias causaron el que no todos pudieran o desearan regresar y así, de nuevas calamidades de igual procedencia, brotaron nuevas emigraciones de nuevas generaciones, principalmente hacia nuevos centros urbanos de la nueva metrópoli.
Aunque miles de boricuas comenzaron a regresar allá para la década de los 70, parecen haber sido muchos los descendientes de esos primeros desplazados quienes, por razones diversas, optaron por no regresar si es que habían ido en su niñez o infancia, o por permanecer allá en las ciudades donde nacieron. Aunque algunos de los que fueron llevados como menores de edad aprendieron a usar ambos idiomas con igual facilidad, otros no fueron tan afortunados y solamente aprendieron el inglés. De ese modo ha ido surgiendo una población puertorriqueña cuyos integrantes no dominan el español, pero no obstante se sienten parte integral de la nación puertorriqueña o, cuando menos, tienen conciencia de su puertorriqueñidad aunque algunos carezcan de puertorriqueñismo. Encontramos, pues, una población residente en la metrópoli que, si bien se ha “aculturado” en la sociedad estadounidense hasta el extremo de no dominar ―algunos de sus miembros― el idioma característico de Puerto Rico, visitan su Isla si tienen la oportunidad de hacerlo, estudian su Historia, buscan información sobre lo que allí acontece y hasta se involucran, aunque sea por medio de las nuevas tecnologías, en la perenne lucha de la nación puertorriqueña por resolver sus más complejos problemas económicos, sociales y políticos. Incluso se da el caso de que algunos muestran más interés en esos asuntos y los conocen mejor que muchos de los que ―tanto allá como acá en la Isla― sólo dominan el español. Esta circunstancia es muy propicia para cultivar fuertes vínculos ideológicos entre unos y otros; entre los puertorriqueños de acá y los de allá, entre los presentes y los ausentes, lo cual no se le escapa al ojo avizor del invasor.
La clase dominante estadounidense es consciente de que el concepto de diáspora en sí mismo, al desnudo, no acarrea necesariamente aspecto negativo alguno. Por consiguiente, le es indispensable promover y explotar el sentido de dispersión, elemento esencial del concepto. En ese sentido fomenta el percatarse de la distancia física que nos separa y facilita introducir y divulgar ideas discordantes que permitan aprovechar prejuicios existentes y crearlos donde no existan para con ellos provocar contradicciones, rivalidades, disputas, tensiones, separación…
Estos conflictos han mostrado su feo rostro recientemente como resultado del hecho de que algunos autores puertorriqueños, residentes casi todos en la Isla, han señalado algunas minucias, además de graves y constatables fallas de contenido histórico, en un libro que recién publicó un autor cubano-puertorriqueño natural y residente de Nueva York sobre, a grandes rasgos: la invasión, colonización y explotación económica estadounidense de Puerto Rico con sus concomitantes persecuciones políticas.
Relatan William García Medina, et al. sobre la presentación de dicho libro en el Ateneo Puertorriqueño que una persona de entre el público que se describió a sí misma como “nuyorican” dijo, citada textualmente: “…bueno y como yo era Nuyorican, no entendía mucho sobre ser puertorriqueña. Pero, [a]prendí español y ahora sé más de mi historia y eso de nuyorican pues ya no…”[7] Afirma luego García Medina: “En sí, yo aún no entiendo por qué es que la diáspora siempre tiene que humillarse ante los pies de la nación para ser recibida con los brazos abiertos” y más adelante agrega: “Es interesante como se habla de nación en estos lugares sin considerar los que no tienen país, porque no hay tiempo para reflexionar en eso, porque se tiene que trabajar, porque se tiene que sobrevivir, porque vivir no es posible”.[8]
En referencia a la cita atribuida a la persona que dijo de sí misma que había sido “Nuyorican”, procede reconocer que, si bien hubo en un momento histórico una disposición de algunos de los boricuas nacidos y/o criados en Nueva York a autodenominarse de ese modo, me consta que en la Isla hubo quienes utilizaron el concepto despectivamente, como un dar de codo, si bien otros lo hacían de manera amigable. De ese fenómeno surgió el aparente desafío de poetas boricuas de Nueva York de autodenominarse “Nuyorican”.[9] Además, es significativo el hecho de que la persona citada se consideraba a sí misma “Nuyorican” porque, según dijo, “no entendía mucho sobre ser puertorriqueña”, no sabía español y no conocía lo suficiente sobre su historia, la de Puerto Rico. No obstante, después de aprender español y saber más de su historia, ya no se considera “Nuyorican”. Este hecho sugiere, si no lo establece fuera de duda, que el concepto de “Nuyorican” es en último análisis un modo descartable de ser dentro de otro modo de ser de naturaleza permanente. Ello da lugar a dos afirmaciones axiomáticas: ser “Nuyorican” requiere ser boricua y se puede dejar de ser “Nuyorican”, pero siempre se es boricua.
Por otra parte, García Medina et al. no dicen por qué razón consideran, por un lado, que los boricuas de allá “no tienen país” y, por otro lado, que “tiene[n] que trabajar para sobrevivir”, lo que implica que los de la Isla no tenemos que hacerlo. Más aún, ¿por qué están García Medina y sus colaboradores en la creencia de que “la diáspora” no sólo “tiene que humillarse ante los pies de la nación para ser recibida con los brazos abiertos” sino que, además, tiene que hacerlo “siempre”? No lo sabemos y ellos no lo dicen. Esa categórica afirmación queda tirada ahí en ese artículo sin misericordia, sin fundamento alguno que la sostenga, como de paso, cual se descarta lo inservible.
Por si fuera poco, esos autores dan por sentado que los boricuas que han emigrado no forman parte de “la nación” puertorriqueña, pues, como ellos dicen: esos boricuas “no tienen país”. Aún más, su postura podría causar la impresión de que no toman en consideración el hecho de que las estadísticas del flujo migratorio de boricuas sugiere que cada familia puertorriqueña tiene o ha tenido familiares distantes y cercanos que residen o han residido en Estados Unidos. No sólo eso, ni siquiera dejan abierta la posibilidad de que algunos de esos historiadores a quienes acusan de actuar en contra de la diáspora boricua, hayan sido desde mucho antes integrantes de esa diáspora, como es el caso de este autor. Además, García Medina y sus colaboradores pasan por alto el hecho de que debe de ser sumamente baja la probabilidad de que los residentes de la Isla les exijan a los ausentes, entre los cuales están amistades y familiares suyos, “humillarse ante los pies de la nación” si quieren que se les reciba “con los brazos abiertos”. Comoquiera que sea, ello no sería posible toda vez que la diáspora no es un ente que está fuera de la nación puertorriqueña, sino que forma parte integrante de la misma. Sobre la migración boricua a Estados Unidos planteaba el Partido Socialista Puertorriqueño: “El puertorriqueño que se traslada a Estados Unidos lo hace con las mismas expectativas, forjadas por su realidad material, que el que se traslada del campo a San Juan, con unas particulares ilusiones o sueños. Además, no se traslada como individuo, sino que, de forma simultánea en perspectiva histórica, se traslada una porción significativa de la nación […]”.[10]
Tal vez las personas que aseguran que existe una actitud de desprecio de los boricuas residentes en la Isla hacia los que se han establecido en la metrópoli no han escuchado la plena que popularizó la orquesta de César Concepción con Joe Valle titulada “Pa’ los boricuas ausentes”.[11] La misma dice al inicio: “A los boricuas que están ausentes yo les dedico esta canción/porque no hay duda que ustedes quieren/a su Borinquen de corazón/si un jibarito en su islita triunfa/ustedes saben darle valor/lo quieren todos, lo felicitan/y lo bendicen de corazón”. Más adelante dice la plena: “Esos boricuas tienen bandera/y esa bandera es su corazón/sin franjas rojas y sin estrellas/pero repleta de bendición”. Cabe recordar que se trata de una plena, género que recoge y transmite el íntimo sentir de la población sobre aconteceres que considera importantes.
Además, algunos de esos boricuas ausentes llevaron su ideología nacionalista a Nueva York y a otros centros urbanos allá y se las arreglaron para asegurarse de mantener nexos con compatriotas independentistas y otros ciudadanos que no compartían su ideología, así como con entidades sindicales y organizaciones políticas similares, aunque no idénticas.[12] Esa interacción dio lugar a la creación de la versión bilingüe del periódico independentista Claridad en 1972.[13] Sobre la publicación del Claridad bilingüe nos cuenta una de sus ex reporteras: “Nuestro producto no era perfecto. Muchos de nosotros nos habíamos criado en Nueva York y era una lucha y un triunfo escribir en español, rescatar el idioma que el Imperialismo nos había arrebatado. Más de una vez supimos que los compañeros en la Isla decían que nuestra edición, más que bilingüe, era ‘trilingüe’. Para nosotros era parte de nuestra militancia luchar por reclamar y rescatar nuestro idioma al comunicar ideas revolucionarias. El producto no era perfecto, pero era nuestro esfuerzo máximo y ahí radicaba la satisfacción”.[14]
Afín con esa línea de supuesto rechazo en la Isla a nuestros compatriotas establecidos allá, el profesor Héctor Meléndez también trae arrastrada por los pelos a la llamada “diáspora” en una de dos reseñas que hace del libro aludido. Dice Meléndez sobre los aspectos negativos del libro: “Los errores sugieren la distancia entre los intelectuales de la diáspora y los de la Isla, en tanto una falta de colaboración parece haber impedido que se detectaran y corrigieran”. Y agrega: “Acaso por algún menosprecio hacia la diáspora entre la intelectualidad isleña, los errores han provocado críticas duras al libro, quizá incluso con alguna hostilidad, obviándose sus importantes contribuciones. Pero la relación entre los intelectuales debe ser de cooperación en vez de competencia”.[15] Es decir, que si no hubo colaboración de los intelectuales de la Isla con el autor natural de Nueva York, la forzada conclusión es que unos y otros están distanciados. Ese razonamiento dicta que aquellos historiadores residentes en Puerto Rico que encontraron en el libro exageraciones, falacias y minucias, fueron los causantes de lo que señalan por no haber sabido de la existencia del autor y no haberlo buscado para ofrecerle su colaboración si resultaba que estaba escribiendo un libro sobre Puerto Rico. Según Meléndez, por estar distanciados del autor, los autores residentes en la Isla no le ofrecieron su colaboración y por eso no pudo detectar y corregir a tiempo las fallas que le señalaron.
Afirma Meléndez que “las duras críticas” que ha recibido el libro de parte de la intelectualidad boricua se deben a que hay intelectuales que sienten “algún menosprecio hacia la diáspora” ―en obvia alusión a los autores de “las duras críticas”. Dicho lo mismo de otro modo, nada hay en el libro, más allá de errores y minucias, que justifique tales críticas. Pasa por alto Meléndez el hecho irrefutable de que el libro, más allá de errores que cualquier autor está propenso a cometer, contiene exageraciones, falsedades y datos espectaculares no verificables, así como fuentes a las que no identifica ni describe.[16] Por otra parte, difícilmente puede usted colaborar con una persona de cuya existencia no sabe y que, encima, para nada le ha pedido colaboración.
La más reciente exposición sobre la llamada diáspora en relación con el aludido libro es el artículo que Marisol Lebrón optó por titular “Diaspora, Insular Expertise, and the War Over War Against All Puerto Ricans”.[17] Brota del título cual saeta una carga negativa al contraponer “diáspora” como la tesis contra “peritaje insular” (entiéndase “la Isla”) como la antítesis y con ello concluir que la síntesis de esa contradicción es una “guerra” en torno al libro cuyo contenido defiende. Sin proveer fundamentos, Lebrón da por sentado que ese espinoso conflicto entre la “diáspora” y la Isla existe y sobre esa arbitraria suposición elabora una retahíla de insostenibles afirmaciones.
Comienza su citado escrito despachando como meras “alegaciones” (claims) el comprobado y fehaciente hecho histórico de que el jefe de la Policía colonial Elisha Francis Riggs nunca dijo lo que el autor del libro le atribuye en ocasión de la masacre que en 1936 cometieron agentes de su Policía. (Toda vez que es imposible demostrar que Riggs sí dijo que habría “guerra contra todos los puertorriqueños”, el autor y sus defensores procuran justificar la falacia con el infantil argumento de que hemos sido y somos víctimas de una guerra económica). A renglón seguido afirma que al otro extremo de esas supuestas “alegaciones” de los historiadores figuran “insinuaciones” ―las que obviamente serían absurdas por demás― en el sentido de que si alguien ha sido “periodista y ex asambleísta [sic] estatal”, como lo es el autor del libro objeto de las críticas, “no está equipado”, por el hecho mismo, “para desempeñar el papel de historiador”.
Lebrón asegura que algunas de las críticas que en la Isla le han hecho al libro tienen que ver menos con corregir errores de traducción y de contenido “y más con erigir fronteras” que delimiten a quienes se propongan investigar, teorizar y escribir sobre la situación socio-política en la Isla”. Aunque en Estados Unidos y en la diáspora boricua allá no abundan los trabajos de investigación sobre asuntos similares a los que aborda el libro en controversia, a lo largo del pasado siglo y lo que va del actual han sido escritas y/o publicadas allá obras de autores estadounidenses y boricuas sobre aspectos políticos de la Isla, además de la obra poética de contenido ideológico de boricuas de la diáspora. Algunos ejemplos de lo uno y de lo otro son Ruth M. Reynolds; los novelistas Stephen Hunter y John Bainbridge, Jr. y Robert Friedman (éste último periodista residente por años en Puerto Rico); en la diáspora: Bernardo Vega, cuyas Memorias editó el periodista y novelista César Andreu Iglesias; los periodistas Antonio Gil de La Madrid y Alfredo López; así como los poetas Emilio Pagán García, y Julia de Burgos. A ninguno de estos le erigieron fronteras los escritores residentes en Puerto Rico, aunque algunos hayan sido criticados como es usual y conveniente que suceda entre escritores. Lo que sí suele exigirse cuando de relatar la Historia se trata, es documentar adecuadamente, norma que se supone se adopte por iniciativa propia en la práctica del oficio o se adquiera en el rigor de la Academia.
Procede tener presente que “documentar” los relatos no es lo mismo que coincidir en sus interpretaciones. Por eso vemos que, al reseñar el popular libro Puerto Rico: Freedom and Power in the Caribbean, del escritor galés establecido en la Isla, Gordon K. Lewis, nos dice el historiador Manuel Maldonado Denis[18]:
Si algún defecto tiene el libro ―y yo creo que los tiene― éste no radica en la “impertinencia” intelectual del autor; en él no encontramos ese tono condescendiente y paternalista que revela sin ambages la mentalidad del “colón” frente al país colonizado. Al contrario. El libro se halla escrito con sentido agudo de nuestra idiosincrasia, con una profunda simpatía y empatía por todo lo nuestro, y con una no menos significativa solidaridad con la causa de nuestra independencia nacional. En auténtica vena radical, el doctor [Gordon] Lewis ha ido a las raíces de nuestra condición de pueblo dependiente, contribuyendo así a la desmitificación de toda una serie de problemas que se hallaban cubiertos de la maraña urdida por los elementos interesados en perpetuar nuestra situación colonial. Alejado de la objetividad espúrea que es la marca de fábrica del “Establishment” sociológico norteamericano, el autor considera como su obligación pronunciarse en favor de una determinada fórmula política para Puerto Rico: la independencia. Su libro, documentado sólidamente, es una de las mejores defensas que se han hecho en pro de dicho ideal. Que haya sido un extranjero su autor es, no sólo un reflejo de nuestra realidad, sino testimonio elocuente de la bancarrota intelectual que padecemos.[19]
Aunque Maldonado Denis encontró que el libro de Lewis está “documentado sólidamente”, más adelante en su reseña discrepó de las “observaciones” de éste sobre Albizu y el Nacionalismo. Analizó el término “fascista” y afirmó que “la mera parafernalia [en alusión a las camisas negras de los Cadetes de la República] no convierte a un movimiento político en “fascista” o “comunista”. Afirmó que era “imperativo ir más allá de lo que se decía en la época sobre el movimiento nacionalista para no caer en errores básicos de perspectiva histórica” y agregó:
Asimismo es forzoso pedirle a un intelectual como el doctor Lewis mayor precisión en el uso de los términos. De otra parte, creo que el profesor Lewis no ha comprendido el carácter específicamente latinoamericano del nacionalismo de Albizu Campos, de ese mismo nacionalismo que representan en el campo intelectual Rodó, Darío o Vasconcelos, y en el campo de la acción aquel contemporáneo de Albizu Campos que se llamó Augusto César Sandino. Es éste un nacionalismo que mira con recelo hacia el Norte y ve al Sur como guardián de los valores espirituales. Su carácter conservador es consecuencia directa de su romanticismo y de su repudio del Roosevelt de la famosa Oda de Darío. Pero es el nacionalismo precursor de los movimientos de liberación nacional hoy emergentes en todo el Sur del Hemisferio. Sandino y Albizu Campos son precursores de Fidel Castro ―aun cuando hubiesen estado en conflicto con la ideología de éste.
Lebrón alude a la supuesta existencia de “viejas tensiones” entre “los escritores/intelectuales de la isla y los de la diáspora”, tensiones que en su opinión “incluyen la territorialidad, la desconfianza y el antagonismo, en lugar de la colaboración, que a menudo marcan el intercambio intelectual entre la isla y la diáspora […]”. Para Lebrón, las críticas al libro han sido caracterizadas por un “enorme nivel de escrutinio y hostilidad” de parte de “individuos” con interés desmesurado en “corregir [la] narrativa” del autor. Se trata meramente, según Lebrón, de intelectuales con “inversiones específicas” (léase “intereses creados”) en torno a cómo se narra la historia de Luis Muñoz Marín y de Pedro Albizu Campos, por lo que se empeñan en “desacreditar el libro y a su autor”. Mientras tanto, el documental en progreso que orgullosamente exhibe el título de Nuyorican Basquet [20] es un elocuente reconocimiento de la valiosa aportación de la diáspora boricua en Estados Unidos al desarrollo del baloncesto de hombres y un merecido homenaje a los talentosos baloncestistas denominados entonces “nuyoricans” sin carga negativa alguna, los que no sólo nos obsequiaron su peculiar estilo de juego, sino que en 1979 constituyeron nuestra selección nacional.
Además, Lebrón señala categóricamente que no hay fundamento alguno para “tomar en serio” las “correcciones” de los historiadores en la Isla pues, a su juicio, el propósito de esos historiadores es el de “cuestionar implícita y explícitamente el derecho de la diáspora a involucrarse en la política de la Isla”. Según la citada educadora universitaria, dos de esos historiadores se han autoproclamado “los protectores de la Verdad Histórica” al tiempo que proyectan al autor como un “astuto buscón [sly con-man, (sic)] de Nueva York” enfrascado en vender libros.[21] Su propósito, sostiene, es el de “mantener a la diáspora en su sitio, como quien dice ―o sea, fuera de la Isla, afuera”. En momento alguno dentro de su extensa apología y su catálogo de especulaciones insostenibles siquiera intenta Lebrón refutar punto por punto o siquiera selectivamente cada uno de los señalamientos de estricto contenido histórico que como estudioso de las luchas de Albizu le he hecho al libro en lo que a este personaje histórico concierne. Tampoco ha intentado refutar los señalamientos, también de orden histórico, que ha hecho públicamente la escritora Margarita Maldonado Colón, nieta de otro de esos personajes de nuestra Historia, conocido como Águila Blanca.[22] Incluso ha optado por ignorar por completo, como lo han hecho muchos líderes independentistas puertorriqueños ―sobre todo, prominentes abogados―, el vínculo profesional del autor del libro con la firma de abogados Donovan, Leisure, Newton & Lombard que fundó en la ciudad de Nueva York William (“Wild Bill”) Donovan, iniciador de la OSS (Office of Strategic Services) y considerado “el padre de la CIA”. En ese bufete prestó servicios también, entre 1947 y 1950, William Colby, director de la CIA entre 1973 y 1975.[23] En 1950 Colby dejó el bufete de Donovan para ingresar en la CIA. Aunque estos datos históricos podrían cuando menos darles una voz de alerta a historiadores y a otros conocedores de la represión del independentismo puertorriqueño, Lebrón más bien insiste en su posición de que las críticas al libro se deben al prejuicio de los escritores de la Isla contra los “de afuera”, los de “la diáspora”, más aún porque el autor en cuestión es “mitad cubano”.
Por si fuera poco, Lebrón incluso le atribuye malas intenciones al hecho de que dos de esos historiadores escribieran sus comentarios, además, en inglés. Sus juicios previos le impiden pensar que el propósito de escribir los comentarios, además de en español, en inglés, haya sido para beneficio de aquellas personas de esa diáspora, compatriotas nuestros, que no dominan el español. Mientras insiste en imprimir en sus lectores la idea de que la diáspora boricua y sus compatriotas residentes en la Isla son enemigos, con esta alusión a la condición de cubano-boricua del autor del criticado y elogiado libro, Lebrón añade, prefiero suponer que sin proponérselo, un elemento que podría sembrar discordia, además, en la diáspora cubana hacia los boricuas de la Isla. A propósito de la diáspora cubana, concentrada en la provincia de la Florida, es de esperarse que su fragmentación por causas ideológicas se profundice luego de los significativos cambios del gobierno estadounidense en su política hacia Cuba, los que el sector conservador rechaza de plano y de los cuales el partido demócrata espera ser uno de los directos beneficiarios. Toda vez que Lebrón opta por no ofrecernos los fundamentos de sus espectaculares afirmaciones, las mismas no pasarán de ser una mera ristra de especulaciones introducidas en su escrito a puros marronazos. Está por verse cómo habrán de figurar en el andamiaje los recién autodenominados “diasporicans”.
Cito a continuación a Lebrón sin traducirla al español de modo de conservar intactos el talante y el tono con los que opta por implicar que tanto los escritores de la Isla que hemos criticado el libro aludido como los periodistas que han estado documentando el período que el mismo cubre, padecemos de una especie de complejo de inferioridad. Afirma Lebrón:
Despite the flaws in Ferrao and Aponte Vázquez’s approaches towards Denis, it is important to note that scholars from the island are routinely marginalized by U.S.-based academics and journalists who often rely almost exclusively on U.S.-based Puerto Ricans as “experts.” Perhaps we can understand Ferrao and Aponte Vázquez’s reactions to the unquestioned acclaim of War Against All Puerto Ricans as a frustration over the fact that island-based scholars and journalists who have been documenting this period in Puerto Rican history have received scant attention outside of Puerto Rico. And indeed, island-based scholars hoping to break into the mainstream U.S. publishing market would most likely not be forgiven for making some of the errors that Denis makes in his book. In this sense, it is easy to understand some of the anger and frustration emanating from island-based intellectuals, which forces us to ask how we in the diaspora might contribute to the marginalization of island-based Puerto Ricans by not working to amplify their voices as knowledge producers. Nonetheless, it is unfortunate that Ferrao and Aponte Vázquez draw attention to Denis’ errors in a way that attacks Denis’ subjectivity in order to reassert their own expertise.
En fin, negar que hayan existido y hasta que todavía puedan existir prejuicios y conductas discriminatorias hacia los boricuas “de allá” de parte de insensibles boricuas de la Isla sería tan ilusorio como descabellada es la arbitraria insistencia de los apologetas del susodicho libro en que no importa cuán documentadamente un escritor residente en Puerto Rico critique a un escritor boricua establecido en las entrañas del monstruo, su crítica se debe meramente a que está en contra de la diáspora boricua ―así como a un complejo de inferioridad. Semejante posición, venga de la calle o de la Academia, sólo logra sembrar discordia donde no exista y cultivarla donde haya germinado.
Ante la honda crisis económica, política y social que corroe a la nación boriqueña y profundiza el desasosiego entre los más vulnerables de sus miembros doquiera que estén, la solidaridad entre los presentes y los ausentes es tanto más necesaria. La dispersión, la desconexión, el apartamiento que la discordia y los antagonismos nos causen en el actual momento histórico, beneficiarán solamente a la clase dominante estadounidense. #
[1] En adelante, el término “Estados Unidos” se refiere a Estados Unidos de Norteamérica.
[2] Jorge Duany, “Juan Flores y los ‘diasporicans’”, en “Punto Fijo”, http://www.elnuevodia.com/opinion/columnas/juanfloresylosdiasporicans-columna-9882/, 10 dic 2014. Accedido en 1ro dic 2015. Duany atribuye el neologismo a la poeta María Teresa Fernández.
[3] http://www.elnuevodia.com/opinion/columnas/florirricansencrecimiento-columna-2111621/, 14 oct 2015. Accedida en 1ro dic 2015.
[4] Véase: Pedro Aponte Vázquez, The Unsolved Case of Dr. Cornelius P. Rhoads: An indictment. San Juan: Publicaciones RENÉ, 2005.
[5] Véase: Pedro Aponte Vázquez, ¡Yo acuso! Y lo que pasó después. San Juan: Publicaciones RENÉ, 2008, edición ampliada.
[6] Véase: Pedro Aponte Vázquez, Locura por decreto: El papel de Luis Muñoz Marín y José Trías Monge en el diagnóstico de locura de don Pedro Albizu Campos. San Juan: Publicaciones RENÉ, 2005, 2da edición, ampliada.
[7] <http://www.latinorebels.com/2015/05/26/histeriografia-de-la-primera-venida-war-against-all-puerto-ricans/: (Extraído en 23 nov 15. Subrayado nuestro).
[8] Ibid.
[9] Véase: http://www.enciclopediapr.org/esp/article.cfm?ref=06082920. Accedido en 27 nov 2015.
[10] “Claridad bilingüe, Introducción”, Claridad, 14 julio 2009. http://www.claridadpuertorico.com/content.html?news=7B1581F6304856266FC99C288EB0DECD. Accedido en 28 nov 2015.
[11] https://www.youtube.com/watch?v=_eS8LzJoQR8
[12] Así lo demuestran los nexos con el congresista de ascendencia italiana Vito Marcantonio y con el partido comunista de Estados Unidos. Un informe confidencial dirigido a Hoover el 29 de diciembre de 1943 cita textualmente en toda su extensión un mensaje de solidaridad con Albizu, Juan Antonio Corretjer y el Pueblo de Puerto Rico, que apareció publicado en la edición del 19 de junio de 1943 de Pueblos Hispanos, bajo las firmas de William Z. Foster y Earl Browder, Presidente y Secretario General, respectivamente, del Partido Comunista de Estados Unidos. Indicó el autor del informe que dicho artículo demostraba la “estrecha conexión” entre ambos partidos. Pedro Aponte Vázquez, Albizu: Su persecución por el FBI. San Juan: Publicaciones RENÉ, 3ra ed., 2010, pág. 54.
[13] Comenzó a circular en marzo de 1972. Véase: Digna Sánchez, “Claridad bilingüe: la voz de la diáspora Boricua en lucha en ‘las entrañas’”, en Claridad, 14 julio 2009. http://www.claridadpuertorico.com/content.html?news=7B129A9D304856266F6327AE520F4B47. Accedido en 28 nov 2015.
[14] Maritza Arrastia, “Las amanecidas de Claridad bilingüe”, Claridad, 14 julio 2009. http://www.claridadpuertorico.com/content.html?news=7B0DA8BF304856266F544370929ABD55. Accedido en 28 nov 2015.
[15] <http://www.80grados.net/war-against-all-puerto-ricans/> (Accedido en 23 nov 2015. Subrayado nuestro).
[16] Véase: http://pedroapontevazquez.com/guerra-contra-quien/ y http://pedroapontevazquez.com/sobre-la-novela-guerra-contra-todos-los-puertorriquenos/
[17] Marisol Lebrón, “Diaspora, Insular Expertise, and the War Over War Against All Puerto Ricans”, <http://larespuestamedia.com/diaspora-war-ricans>. Accedido en 20 nov 2015.
[18] Maldonado Denis fue profesor de Ciencias Políticas y Director de la Revista de Ciencias Sociales, Facultad de Ciencias Sociales, Universidad de Puerto Rico. En su libro, Lewis se autodenominó “impertinente” por escribir sobre la historia política de Puerto Rico.
[19] Gordon K. Lewis, Puerto Rico, Freedom and Power in the Caribbean (New York: Monthly Review Press, 1963), 626 págs. http://rcsdigital.homestead.com/files/Vol_VIII_Nm_2_1964/Maldonado.pdf, pág. 201. Obtenido en 26 nov 2015. Subrayado nuestro.
[20] Véase: <http://centropr.hunter.cuny.edu/centrovoices/current-affairs/nuyorican-basketball-Puerto-rico-game-changing-documentary>. Accedido en 1ro dic 2015.
[21] Me abstengo de refutar cada una de las afirmaciones de Lebrón contra mi persona. Dejaré que mi labor de investigación histórica lo haga por mí.
[22] Comentarios colgados en su página de Facebook, 19 julio 2015.
[23] http://www.nytimes.com/1996/05/07/us/william-e-colby-76-head-of-cia-in-a-time-of-upheaval.html?pagewanted=2. Accedido en 2 ene 2015.
Habla Albizu sobre la IX Conferencia Internacional Americana
Hoy la tiranía y la democracia son la misma cosa, pues los ocho poderes coloniales en las Naciones Unidas mantienen un frente para perpetuar su tiranía sobre el mundo entero, acaudillados por Estados Unidos, el mismo poder cuya fuerza gravita sobre la nación de Puerto Rico. Aunque son sólo ocho los poderes coloniales en una organización mundial de 58 naciones libres, para una proporción de 8 a 50, los poderes coloniales exigen que en cualquier cuestión colonial que se plantee tengan ellos igualdad de representantes que los poderes no coloniales.
De ahí surge que, suponiendo que los poderes no coloniales en una Comisión sobre asuntos coloniales se mantuvieren firmes en una cuestión determinada y los poderes coloniales por su parte se mantuvieren firmes también, la votación de una proposición determinada sería par, de igual a igual y, de acuerdo con el derecho parlamentario, cuando surge un empate en una discusión cualquiera, se considera la proposición derrotada. Es decir, que los poderes coloniales llevan en sí una fuerza arrolladora sobre la voluntad total de las 58 naciones que constituyen las Naciones Unidas y quien concurra allí lleva la derrota ya en el bolsillo. Eso no quiere decir que no se insista en concurrir allí, pues nuestro deber es insistir en la recuperación de nuestra soberanía nacional dondequiera que haya un foro adecuado.
Al aceptar los poderes coloniales la obligación de rendir un informe sobre las condiciones económicas y sociales de sus respectivas administraciones, Estados Unidos tuvo que aceptar esa obligación jurídica en cuanto a Puerto Rico y todos los años el gobierno de Estados Unidos presentaba un informe a las Naciones Unidas sobre el estado de la administración de Puerto Rico. Ese informe siempre tenía la tendencia a presentar las cosas aquí como sucedidas por la voluntad de Dios. Aquí los norteamericanos nunca han hecho nada malo. Aquí no hay hogares, no hay médicos, hay enfermedades, hay mucha hambre y todo eso lo confiesan ellos porque saben que el Partido Nacionalista se lo va a decir allí. Pero toda esa hambre, toda esa enfermedad y toda esa falta de médicos en Puerto Rico se debe a la explotación inmisericorde del colonialismo al que Estados Unidos ha sometido a este país.
El Partido Nacionalista logró hacerse representar oficialmente ante las Naciones Unidas y todos los años concurría allí a exigir el derecho de ser oído mientras el gobierno interventor insiste en que a Puerto Rico ni a ningún pueblo colonial del mundo se le oiga ante las Naciones Unidas. A todas las colonias del mundo se les ha venido negando ese derecho y es Estados Unidos quien insiste, de espaldas a la democracia, en que en las Naciones Unidas no se oiga a nadie que esté en contra de sus intereses, en que se mantenga a todo el mundo bajo una campaña de silencio hasta dejar de existir para que su despotismo siga sobreviviendo en el mundo.
Es cierto que en las Naciones Unidas se dispone que una entidad independiente, como el Partido Nacionalista de Puerto Rico, tenga representación oficial, reconociendo el principio de que lo que no es gubernamental puede ser más importante en la vida de las naciones que lo gubernamental, como pasa en Puerto Rico. En virtud de esa disposición es que al Partido Nacionalista lo reconocieron como entidad distinta a cualquier organización de Estados Unidos, aceptándose el principio inequívoco de que Puerto Rico es una nación distinta a Estados Unidos.
La delegación del Partido Nacionalista, en la persona de quien era entonces nuestro secretario de relaciones exteriores, Juan Juarbe Juarbe, llevó ese principio a la IX Conferencia Internacional Americana, celebrada en Bogotá entre los meses de marzo y abril de 1948. Allí, el Movimiento Libertador de Puerto Rico promovió el que las naciones americanas se dispusieran a completar la obra de sus libertadores y salieran de este despotismo de Estados Unidos en nuestro hemisferio. Nuestra delegación presentó la siguiente Resolución, la que puedo citar textualmente gracias a Juanita Ojeda:
CONSIDERANDO
1.–Que la Nación de Puerto Rico está militarmente intervenida por Estados Unidos;
2.– Que esa intervención se realizó sin que mediara la solicitud ni el consentimiento de la nación intervenida;
3.–Que tal intervención es sostenida por Estados Unidos alegando derechos supuestos adquiridos sobre Puerto Rico en la cesión hecha por España a Estados Unidos en el Tratado de París de 1898;
4.–Que ese Tratado es nulo y sin valor en lo que a Puerto Rico concierne porque Puerto Rico era una nación autónoma en la fecha de su negociación y nunca intervino en ella, ni ratificó dicho tratado en ningún momento;
5.–Que España no podía ceder a Puerto Rico, ya que, como nación autónoma, Puerto Rico no era res in comercium y el reconocimiento de su autonomía, hecho por España el 25 de noviembre de 1897, obligaba a España y a todas las naciones civilizadas;
6.– Que el reconocimiento de la autonomía no es revocable por el poder otorgante ni puede ser negado por un tercero;
7.– Que Puerto Rico vive desde el 25 de julio de 1898 bajo un régimen colonial impuesto por Estados Unidos, régimen que ha suprimido los derechos civiles, aherrojado la expresión de la voluntad nacional, sometiendo al país a un proceso de yanquizamiento, arruinando su comercio, finanzas, agricultura e industria;
8.– Que la explotación económica extranjera y la falta de un gobierno nacional responsable han producido la ruina de la salud de la nación;
9.–Que la población de Puerto Rico ha sido víctima de intentos para su eliminación física, sufriendo en la actualidad el desarrollo de un programa de desalojo de su tierra ejecutado por el poder interventor;
10.–Que desde principios del siglo XIX Puerto Rico luchó por su independencia política;
11.– Que todas las naciones hispanoamericanas reconocieron esa voluntad puertorriqueña de independencia y se solidarizaron con ella;
12.–Que en 1868, en lo que la historia registra como El Grito de Lares, Puerto Rico en armas proclamó su independencia y constituyó la República, movimiento que fue debelado por España;
13.–Que en 1869, el Primer Ministro de España reconoció la madurez política de Puerto Rico y declaró que su destino cercano era la independencia;
14.–Que el otorgamiento de la autonomía por España en 1897 constituyó el reconocimiento pleno por el poder colonizador de la voluntad libertaria de Puerto Rico;
15.–Que la intervención norteamericana en Puerto Rico ha privado a esta nación americana de colaborar con las demás naciones hermanas en el plano internacional;
16.– Que el derecho público americano condena toda conquista, agresión o intervención, así como la expansión territorial realizada por la amenaza de la guerra o la presión de la fuerza armada;
17.–Que el principio fundamental de la asociación internacional americana es la consagración a la defensa de la independencia y la libertad de las naciones americanas;
SOLICITA
Único: Que la IX Conferencia Internacional Americana resuelva invitar a Estados Unidos a que, como reafirmación práctica del derecho de las naciones a su independencia y como demostración ante el mundo del respeto que entre sí guardan las naciones americanas a sus derechos recíprocos, dé término inmediato a su intervención semicentenaria en Puerto Rico auspiciando, con ese fin, la restauración de la República de Puerto Rico mediante la celebración de la Convención Constituyente a la mayor brevedad posible.
Diversas delegaciones, entre estas las de Guatemala, Venezuela y Ecuador, apoyaron de inmediato nuestra Resolución. Cuando se sometió a votación la Constitución de la Comisión de Territorios Dependientes para la liquidación de las colonias francesas, holandesas, inglesas y de Estados Unidos, es decir, las Islas Vírgenes y Puerto Rico, el General George Marshall, entonces Secretario de Estado de Estados Unidos, la combatió y quiso sobornar a toda Latinoamérica diciendo que Estados Unidos podía comprometer de antemano una cantidad de $500,000,000 en ayuda para la América Latina. Este señor insolente, como son los norteamericanos en el poder, creyó que todas las delegaciones latinoamericanas se iban a poner de pie para aplaudirlo delirantemente como si fueran los populares de Puerto Rico, pero se encontró con que nadie se puso de pie y nadie aplaudió. Marshall se sintió por primera vez en su vida con un poquitito de vergüenza en el rostro y abandonó la sesión primaria al ver que su oferta era rechazada por pueblos de orgullo nacional y de honor.
De todos modos, los norteamericanos insistieron en que esta Comisión no se estableciera, pero la Comisión se estableció con 21 naciones americanas independientes y se dispuso que, para que hubiese quórum para la liquidación del coloniaje, se requiriera dos terceras partes de las naciones americanas (14). Los norteamericanos, para impedir que se formara el quórum, anunciaron que se retirarían y después de anunciarlo reconsideraron y dijeron que concurrirían. El mismo Marshall rectificó y muchos se tragaron la idea de impedir que se reuniera el quórum necesario para la Conferencia.
A pesar de todas las presiones de Estados Unidos, 13 naciones –Argentina, Colombia, Costa Rica, Cuba, Ecuador, El Salvador, Guatemala, Haití, Honduras, México, Panamá, Paraguay y Perú– se reunieron y, aunque hubo dudas sobre la aplicabilidad de la referida Resolución al caso de Puerto Rico, por lo que la cuestión quedó en suspenso, la Comisión de Territorios Dependientes al menos expresó su deseo de que Puerto Rico recupere su independencia.
En Bogotá quedó evidenciado el hecho de que, aunque los poderes coloniales han podido agarrotar a las Naciones Unidas por medio del mencionado sistema de votación, ante las naciones americanas el cuento es otro. Es por eso que los norteamericanos, por primera vez en su historia, tuvieron que confrontarse con los crímenes de su imperio. Los norteamericanos por primera vez en su historia no se atrevían a comparecer ante una asamblea internacional a pesar de que siempre se han presentado con esas caras lavadas de tocino blanco, con ese desparpajo que caracteriza a un país que no vacila en recurrir al asesinato político, a un país que ha asesinado a casi todos los nativos que había dentro de sus fronteras.
La delegación de Estados Unidos no votó cuando se llevó a votación la Resolución y luego amenazó con boicotear la Comisión que la Resolución creó. Simultáneamente, el gobierno de Estados Unidos, empeñado en desviar a su antojo el curso de la Historia, recurrió incluso al derrocamiento de gobiernos que apoyaron con sus votos la creación de la Comisión y hasta promovieron el asesinato del patriota colombiano Eliécer Gaitán.
La Conferencia aprobó la Resolución XXXIII que estableció la Comisión de Territorios Dependientes y le tocó a Ia nación cubana el privilegio designado por las naciones americanas para que fuese La Habana Ia sede de esta trascendental conferencia para la liquidación del coloniaje en el Nuevo Mundo.
Sobre este asunto, el Senado de Puerto Rico le dijo a la gran magna asamblea, a los pueblos que se reunieron en la Habana, que esos pueblos no tenían ningún derecho a decir que Puerto Rico debe ser libre, soberano e independiente. Ningún esclavo puede opinar sobre libertad del hombre porque no sabe qué es libertad y por eso es esclavo.
El hombre o la mujer que renuncia a su dignidad de libertad como ciudadano o que renuncia a la libertad de su nación no tiene derecho a opinar sobre su persona.
Cuando todavía estaba en preparativos la IX Conferencia de Estados Americanos de 1948 en Bogotá, comenté que el gobierno de Estados Unidos habría de recibir una lección durante ese importante evento internacional. Me refería a que Estados Unidos habría de enfrentar allí una fuerte resistencia de los hermanos pueblos latinoamericanos a sus maniobras de manipulación de la política regional, sobre todo en lo que respecta a nuestro Movimiento Libertador. Como ya he dicho, así resultó para frustración y enojo del general Marshall y su séquito diplomático, así como para todo el aparato imperialista norteamericano, pues la Resolución de Bogotá establece la liquidación del coloniaje en las Américas. El Partido Nacionalista de Puerto Rico fue y es la organización que gestionó la Resolución de Bogotá y logró que se insertase una cláusula para que pudiesen comparecer, por su propio derecho, las entidades interesadas.
No contábamos los Nacionalistas en aquel momento con que la CIA hubiera de aprovechar la coyuntura para tramar el vil asesinato del líder revolucionario colombiano Jorge Eliécer Gaitán en una calle de Bogotá justo cuando se proponía reunirse con representantes de organismos internacionales estudiantiles y sindicales. Allí estaba, por supuesto, la mano oculta de la CIA, pues Estados Unidos no podía aceptar que un patriota insobornable, defensor incondicional de su pueblo, un hombre de la dedicación y entrega de Gaitán llegara a la presidencia de Colombia.
Parte integral de la trama de aquella conspiración era no sólo quitar del medio a Gaitán, sino achacarles a los comunistas la natural indignación del pueblo colombiano. Por eso llegaron al absurdo de especular que mi citado comentario en torno a la lección que habrían de recibir los norteamericanos durante la reunión en Bogotá demostraba que los comunistas –no los Nacionalistas, sino los comunistas– habían planificado el asesinato y las manifestaciones populares subsiguientes. Lo mejor que le podría suceder a Colombia dentro del contexto de la resistencia del pueblo ante la intervención yanqui en su territorio nacional sería recordar siempre a Gaitán y las circunstancias de su muerte.
Fragmento del libro Las memorias que don Pedro no escribió, disponible en Librería Norberto González en Río Piedras, en El Candil en Ponce y en http://www.lulu.com/spotlight/albizu.
Las memorias que don Pedro no escribió
Pedro Aponte Vázquez
Fragmento del libro del mismo título presentado en
Casa Aboy
26 de octubre de 2001
Jamás se me ocurrió pensar que fuese nada menos que la Madre Superiora quien mantuviera informado al FBI sobre mi persona y mis asuntos. El hecho de que el hospital Columbus fuera un hospital católico, había sido para mí una poderosa razón para aceptar la recomendación de Marcantonio[1] de recluirme allí al salir de la cárcel y, aunque noté que no le simpatizaba mucho a aquella hermana del Sagrado Corazón, no la creí capaz de llegar a ese extremo.
Creo que las presiones de los agentes del FBI sobre la administración del hospital, en su empeño por escudriñar mi vida personal y mis actividades políticas, fueron tan fuertes que, aunque había sido miembro de los Caballeros de Colón desde el 1921, eso en nada contribuyó a que aquella pobre hermana de la caridad fuera caritativa conmigo.[2]
A Yolanda Moreno, una jovencita enfermera de apenas 20 años que me atendía, tampoco le fue muy bien. Sólo duró allí tres o cuatro meses porque nada de bien que le caía la monjita.
Yolanda, quien, dicho sea de paso, no es puertorriqueña, sino italoamericana, optó por renunciar a su empleo y sin prestar la más mínima atención a mis consejos, ingresó voluntariamente en el ejército yanki. Aquel delicado ser rebatió dulcemente mis argumentos con el hecho de que yo había hecho lo mismo durante la guerra anterior.
Cuando nos conocimos, Yolanda nada sabía de Puerto Rico y aunque conoció a muchas de las personas que me visitaban con regularidad, no llegó a enterarse a fondo de lo que era nuestra lucha. Afortunadamente no perdimos contacto y subsiguientemente fue tanto lo que aprendió, que formó parte del Comité pro Defensa de Ruth Reynolds, a quien habré de referirme más adelante. En esos riesgosos menesteres conoció a Conrad Lynn, con quien se casó. Actualmente traduce documentos del español al inglés para Lynn, quien representa a varios Nacionalistas residentes en Nueva York, entre éstos Oscar[3].
El dilecto amigo Vito Marcantonio (a quien con fraternal cariño llamábamos Marc) fue un sincero y consecuente defensor de Puerto Rico desde el año de 1935, por lo que muchos lo consideraban, con sobrada razón, “el congresista de Puerto Rico”.
Cierto es que la obligación primordial de un funcionario electo por voto directo es la de atender las necesidades de sus electores y buscarles solución a sus problemas, pero Marcantonio iba mucho más lejos. No conforme con representar a los puertorriqueños que vivían en su distrito congresional, ayudaba a los que vivían en la isla. Esto lo hacía no sólo a través de sus servicios a sus respectivas organizaciones, como asociaciones y uniones obreras, sino incluso directamente a familias y a individuos. Por esa sincera dedicación, los Nacionalistas lo apoyamos en las urnas, lo que de paso deja demostrado que hemos sabido ser flexibles, contrario a nuestra fama de intransigentes.
Todavía recuerdo, cual si hubiera sido ayer, su furiosa indignación cuando un técnico de su confianza a quien consultó sobre un pequeño artefacto que encontré en mi habitación del hospital, le aseguró que era de los utilizados por la Policía y el FBI para escuchar conversaciones subrepticiamente.
Un individuo que, según se supo después, era un agente del FBI, había entrado en la habitación aprovechando que me duchaba y que no estaban ni Pinto[4] ni ninguna de las personas que acostumbraban hacerme compañía. Saliendo yo del baño, lo vi salir apresurado de la habitación, lo que, por supuesto, despertó mis sospechas. Luego de una insistente búsqueda con Pinto, resultó que había dejado oculto el artefacto de espionaje en un receptáculo de electricidad.
Además de Pinto, diariamente solía venir Ruth Reynolds, digna ciudadana oriunda de las Lomas Negras, tierras sagradas de los indios Lakotas en Dakota del Sur. De allí presumo que adquirió, como por osmosis, la religiosidad y el nacionalismo de Toro Sentado[5], complementados por profundas convicciones pacifistas.
Por cierto, cuando Toro Sentado se refugió en Canadá, luego de cruentas batallas con el ejército de ocupación yanki, merodeaba por la frontera aquel famoso perseguidor de indios que luego habría de invadir a Puerto Rico para supuestamente traernos las bendiciones de la democracia: Nelson "Abrigo de Oso" Miles.
Desde que llegó a Nueva York en el año de 1941, Ruth se interesó en las luchas de liberación de los pueblos coloniales, contra el racismo en su propio país y contra las guerras y el militarismo. Al enterarse de la situación de Puerto Rico, fue tal su indignación que entró de lleno en nuestra lucha. Fue cofundadora en 1944, con otros norteamericanos, de la Liga Americana para la Independencia de Puerto Rico, entidad que representó como secretaria ejecutiva en vistas congresionales. El hecho de Ruth haber sido arrestada y encarcelada por supuestamente violar la ley de la mordaza en relación con nuestra reciente rebelión armada, dio lugar a que la Liga se desbandara y la abandonara a su suerte en la creencia errónea de que ella había abandonado sus principios pacifistas.[6]
Con frecuencia venía, además, Thelma Milke, otra norteamericana que abrazó nuestra lucha por la independencia y que luego fue nuestra observadora oficial en las Naciones Unidas. Thelma acaba de perder su acreditación ante la ONU como consecuencia de las presiones que ejerció Estados Unidos, como es su costumbre, sobre ese tímido organismo internacional. Lamentablemente, Thelma me ha pedido que no dé detalles sobre su colaboración en nuestras luchas.
Durante una época, antes de casarse con Abraham “Abe” Swickel, a quien conoció durante una marcha pro derechos civiles a principios de 1943, e irse a vivir a California, venía regularmente Jean Wiley, otra jovencita norteamericana pacifista y tan religiosa como Ruth, que era maestra de francés y alemán. Jean fue cofundadora con Ruth de la mencionada Liga Americana para la Independencia de Puerto Rico. Además, ambas pertenecían el Harlem Ashram, una entidad multirracial religiosa y pacifista que hacía trabajo social con la gente pobre de Harlem. Ruth y Jean componían la organización con Maude Pickett; el ministro Bautista Walter Bullen y Jay Holmes Smith, quien había sido misionero en la India. Todos aportaban a un fondo común para sostenerse, para lo cual trabajaban a jornada parcial. El resto del tiempo se lo dedicaban a la gente que vivía en una cuadra que era considerada la peor de todo Harlem por la alta incidencia delictiva.
En fin que, cuando entré a bañarme, ninguna de estas personas estaba allí ni había llegado visitante alguno de los que solían venir de lugares tan distantes como la siempre orgullosa Francia y tan cercanos como el siempre hacinado Harlem.
Marcantonio, quien además era mi abogado, representaba al distrito 18, en el lado este de Manhattan. Allí estaba, en El Barrio, la mayor concentración de puertorriqueños de la ciudad. Hasta mí había llegado en Atlanta su elocuente discurso del 11 de mayo de 1939 en la Cámara, en el que le propinó el golpe final al gobernador Blanton Winship[7], a quien Roosevelt destituyó el día siguiente.
En ese discurso, Marcantonio dejó establecido fuera de toda duda que su interés en el destino de Puerto Rico no obedecía a falta de lealtad a su país, sino que brotaba de su empeño en defender, en sus palabras, a “las víctimas más explotadas del más devastador imperialismo”.
Según me contaron, este deseo de defender a los explotados y desvalidos era innato en él, pues empezó a demostrarlo desde niño. Ese afán de justicia social lo colocó de líder de una exitosa huelga de inquilinos cuando apenas tenía 18 años de edad. Asimismo, su privilegiada visión lo llevó a oponerse en el año de 1949, a la creación de la Agencia Central de Inteligencia –lo que llamamos la CIA– que el gobierno nacional yanki promovía en medio de una histeria colectiva que con ese fin había fomentado.
Marcantonio desconfió del excepcional poder que le permitiría a la CÍA ocultarle al Congreso mismo la verdadera naturaleza de sus operaciones clandestinas y fustigó a sus compañeros legisladores por desprenderse de esa prerrogativa legislativa. Él sabía que el gobierno de Estados Unidos provoca temores entre los ciudadanos y utiliza esos temores como instrumento para aterrorizarlos. De ese modo “justifica” el coartarles sus derechos civiles y extender el control militar y policial a la vida cotidiana.
Algún día se podrá constatar que, no bien terminó la llamada segunda guerra, la CÍA comenzó a reclutar para el espionaje de los soviéticos a criminales de guerra nazi mientras, para despistar, presentaba pruebas contra otros. Se sabe, además, excepción hecha de los incautos, que la CÍA adiestra a la Policía Secreta de naciones latinoamericanas y de otros países alrededor del mundo en técnicas de tortura, además de financiar y encubrir escuadrones de la muerte y múltiples tipos de fechorías.
Para esa misma época, en 1940, Marcantonio intervino a favor de las familias aguadillanas del barrio –no sé si Malezas o Camaseyes o si de ambos– y de la comunidad de San Antonio, a quienes el gobierno de Estados Unidos estaba en el proceso de expropiar forzosamente –como de hecho las expropió– para establecer allí una base aérea. Ante las protestas de los aguadillanos así desposeídos, la metrópoli recurrió nada menos que a la amenaza directa de las armas del Regimiento 65 de Infantería.
Cuando murió repentinamente en una calle de Manhattan, ya me encontraba aquí en la penitenciaría[8], pues de Washington le ordenaron al gobernador colonial revocar el indulto condicional que nunca acepté. Luego supe que Concepción de Gracia[9] asistió a su entierro.
No puedo evitar detenerme aquí un poco por lo trascendental del asunto de Vieques.
El planteamiento sobre lo doblemente abusivo de una expropiación que parte de una obsoleta tasación para determinar el monto de la compensación para el expropiado, cayó en oídos sordos, pues en otras regiones del país, ese gobierno arrogante y abusador estaba apropiándose de grandes extensiones de tierra para sus ejercicios bélicos y echando a la calle a sus legítimos propietarios.
En Vieques, a mediados de 1941, las fuerzas armadas de Estados Unidos se apoderaron por la fuerza de grandes extensiones de tierras al este y al oeste de la isla en lo que ha venido a ser un atraco típico de los norteamericanos. Ese atraco lo supera sólo el que ejecutó contra España para apoderarse de nuestra patria a través del Tratado de París, que le puso fin a una guerra imperialista en la que no participamos.
En aquella Isla Nena del archipiélago puertorriqueño, llevó a cabo el gobierno de Estados Unidos la vivisección de nuestra nación. La sociedad de Vieques va muriendo hoy lentamente, extinguiéndose ante el ataque frío, inmisericorde y deliberado del gobierno terrorista de Estados Unidos.
¿Por qué Estados Unidos ha escogido a Vieques para repetir a plena luz de la civilización contemporánea el crimen de genocidio; o sea, la destrucción deliberada, física o cultural, de una nacionalidad?
La explicación la encontramos en la vistas públicas que sobre el proyecto Tydings llevó a cabo el Comité de Territorios y Asuntos Insulares del Senado de Estados Unidos en marzo de 1945. Para entonces me encontraba todavía en el hospital Columbus, pero Ruth asistió a las mismas y me mantuvo informado.[10]
Ante ese comité compareció un vocero de la Flota de Estados Unidos, en nombre y representación del jefe de Operaciones Navales. Sus puntos de vista, dijo, eran los mismos que la Marina había expresado ante el Senado casi dos años antes. Es decir, que el interés de las fuerzas navales en este proyecto para conceder la independencia a Puerto Rico, respondía, como todavía responde y siempre responderá, solamente al punto de vista de la seguridad nacional de Estados Unidos. Esto es así, dijo el vocero, porque Puerto Rico es de gran valor estratégico como base de operaciones navales debido a su posición y tamaño.
En los primeros días de la segunda guerra, la Marina se apoderó de más territorio en Puerto Rico y construyó muchas nuevas instalaciones militares. Cuando eventualmente se logró dominar el peligro submarino y bloquear la flota de superficie alemana, la Marina no vio motivo para empacar y largarse de nuestro territorio nacional, sino que optó por quedarse y prepararse para estar afincada aquí para futuras guerras y durante todo el tiempo que se le antoje. Desde luego que, con esos planes, la Marina de Guerra se opone a cualquier asomo de posibilidad de independencia para Puerto Rico, pues ellos y sólo ellos tienen que ser los únicos jueces de sus propios requisitos militares y un Puerto Rico soberano sería un escollo insuperable.
El expresado deseo de las fuerzas navales de Estados Unidos siempre ha sido el de tener el derecho, adquirido por la fuerza de sus cañones, de establecer y mantener en nuestro territorio nacional no sólo todas las bases navales y aéreas que estime que pueda necesitar en tiempos de paz. Su expresado deseo es también, el derecho de adquirir tantos lugares adicionales como estime necesarios en caso de emergencia o guerra futura, para proteger sus intereses, que no sólo no son los nuestros, sino que son contrarios a los nuestros. Ellos son los únicos que deciden no sólo cuáles son sus necesidades, sino cuáles son las nuestras.
Estados Unidos ha declarado a todo el territorio nacional de Puerto Rico zona estratégica en la forma terminante y clara que expresó el vocero de la Marina de Guerra de Estados Unidos. Eso quiere decir que, si a juicio de Estados Unidos, hay que destruir cualquier municipio de Puerto Rico y lanzar su población a las vicisitudes del destierro forzoso, como lo hizo en Vieques, o si hay que desterrar a todos los puertorriqueños por la fuerza, eliminando de nuestro territorio nacional nuestra nacionalidad entera, si les conviene convertir a todo Puerto Rico en un bosque federal, así se hará y sin contar para nada con el derecho de la nación puertorriqueña.
Pues bien. Antes de ingresar el 6 de junio de 1943 en el hospital Columbus, había cumplido en la mazmorra de Atlanta toda la extensión de la sentencia de seis años con trabajos forzados que me impuso el juez del tribunal de distrito yanki en Puerto Rico, Robert Cooper, porque, al luchar por la libertad de mi patria, cometí el grave delito de traicionar al enemigo que la esclavizaba. ¡Habrase visto mayor absurdo!
Cumplí la sentencia completa de seis años –esto es, además de los 11 meses que me retuvieron en la cárcel La Princesa– porque rehusé aceptar los 19 meses de la llamada bonificación por “buena conducta”, el incentivo con el que los penales procuran evitarse contratiempos con la población penal. Esta decisión, así como la de quedarme en Nueva York durante los cuatro años que debía estar en una probatoria que tampoco acepté, seguramente darán lugar a conjeturas en cuanto a cuál habría sido el curso de los eventos históricos del país, en lo que a nuestra lucha de liberación se refiere, si hubiese regresado seis años antes.
Esta incógnita lleva consigo el beneficio de la retrospección, el mismo que no tuve en mis pasadas circunstancias. De todos modos, para los historiadores han de ser eternamente fascinantes las posibles conjeturas, pero lamentablemente sólo el Supremo Ser sabe la respuesta. Sólo Él sabe y sabía entonces si mi regreso en el 15 de noviembre de 1941 –o en diciembre del ‘40, si el gobierno yanki me hubiese acreditado los 11 meses que estuve en La Princesa– habría evitado el desarrollo de las nuevas fuerzas partidistas surgidas después de mi encarcelación y que han redundado en perjuicio de la lucha de liberación de Puerto Rico.
En verdad no fueron trabajos físicos fuertes los que tuve que hacer en La Casona, como denominan a la prisión federal de Atlanta, además de las tareas pedagógicas que me asignaron, pero sí eran absolutamente antihigiénicos. De todas maneras, estaba relativamente fuerte físicamente pues, si bien nunca me caractericé por poseer una constitución física atlética, en Machuelo me deleitaba el ejercicio físico: daba largas caminatas, que no siempre fueron espontáneas; disfrutaba de nadar en las frías aguas del río Portugués y levantaba pesadas piedras para ejercitar los músculos. Además, siempre he rechazado el vicio de fumar y jamás he atacado mi organismo con otras sustancias nocivas que, a pesar de serlo, muchos las consumen habitualmente.
Mis hábitos saludables, sin embargo, no evitaron que en la cárcel cayera en un estado de anemia, por lo que, durante una época de mi cautiverio, sentía continuamente una gran debilidad y en ocasiones me faltaban las fuerzas mientras, extenuado y sudoroso, “masajaba” con una sucia manta el rústico piso de la galera, mirando al piso, con la frente en alto.
Cuando peor me sentía, me recuperaba, como por un potente influjo espiritual, con sólo pensar en las razones por las que estaba allí, cuando podía haber estado, como otros, disfrutando comodidades, privilegios y prebendas. Lo mismo decían sentir mis compañeros de lucha y de confinamiento carcelario: Pablo, Erasmo, Luis Florencio y su joven hijo Julio Héctor, el gallardo Juan y los exquisitos poetas Clemente y Juan Antonio.[11]
Dicho sea de paso, siempre me pareció extraño –y todavía no lo entiendo– el hecho de que el fiscal federal dijera que no tenía pruebas contra Juarbe[12], con todo y ser mi secretario personal, y lo sustituyera con Julio Héctor, Juan Gallardo y Ortiz Pacheco. El retiro de los cargos contra Juarbe, no obstante, me dio la oportunidad de tener afuera a alguien de mi entera confianza que se ocupara de velar de cerca por el bienestar y la seguridad de mi esposa y de mis hijos, obra a la cual se dedicó por entero y ciertamente mucho más allá de lo que cualquiera habría razonablemente imaginado.
Por cierto, cuando vivíamos en Río Piedras, mucha fue la ayuda que en el cuidado de la familia nos proveyó diariamente “Mingo” Zamot, quien hacía simultáneamente funciones de armero del Partido. Él hubo de compartir espontáneamente, por su profundo patriotismo, las penurias en las que sobrevivíamos y solidariamente compartió conmigo las numerosas ocasiones en las que, de postre, me conformaba con comer azúcar. En la mañana del glorioso 30 de octubre de 1950 me llevó una pistola a la Junta Nacional por instrucciones de Raimundo.[13] Fue precisamente Zamot quien reparó y puso a funcionar la subametralladora, “importada” de Vieques, con la que Raimundo abrió fuego en La Fortaleza. Por otro lado, pena me da decir hoy día, aunque ninguna sentí entonces, que al pobre de Ortiz Pacheco se le quebrantó el espíritu y se lo entregó de rodillas al enemigo de la patria uniéndose servilmente a la judicatura, la que él muy bien sabe que no es otra cosa que el perro guardián del régimen.
Procede señalar que mi motivo para hacerme ingresar en el hospital a los tres días de salir de la cárcel no fue que estuviera moribundo o en precario estado de salud. Esas fueron las razones que dimos para consumo del enemigo. El motivo fue el de ver si de ese modo podía colocarme fuera del alcance del largo brazo de la injusticia, pues había recibido informes en el sentido de que el propio Hoover[14] dirigía una campaña para conseguir que me mandaran de vuelta a la cárcel, al menos mientras durara la guerra.
Hoover parecía saber que desde el hospital dirigía directamente los asuntos del Partido mientras mi médico personal, Epaminondas Secondari, se encargaba de establecer que mi condición de salud sí era precaria. Como fue él quien ordenó recluirme, ningún médico del hospital tenía la autoridad de darme de alta. El plan dio resultado, con todo y que el FBI llegó a al menos sospechar que de eso se trataba.
Las causas de mi reclusión en Atlanta se remontan al mes de enero de 1936. Fue entonces cuando el fiscal Cecil Snyder, del gobierno de Estados Unidos, se propuso sacar de circulación a los principales líderes del Partido, es decir, de nuestro Movimiento Libertador, con el fin de arrancar de raíz la lucha del pueblo puertorriqueño por su independencia.
El gobierno de Estados Unidos y sus representantes en Puerto Rico, tanto extranjeros como del patio, habían observado que, comenzada la década de 1930, Puerto Rico venía levantándose, irguiéndose, sacudiéndose del estupor de la derrota militar de la decaída madre patria por el naciente poderío de Estados Unidos. Cuando la fuerza de ocupación se convenció de que la patria se organizaba para el rescate de su soberanía, que el anterior nacionalismo de cartón se había transformado en un auténtico movimiento libertador, dio la voz de alarma y comenzó su propia movilización.
La verdad es que en el Partido Nacionalista sí habíamos iniciado una campaña de reclutamiento de voluntarios para organizar un ejército de liberación, así como para adquirir armas de todo tipo y prepararnos militar y económicamente para enfrentar el poderío del invasor. No obstante, tampoco era cuestión de facilitarle el trabajo al enemigo. Es por eso que optamos por negar las acusaciones, de las cuales estábamos orgullosos, y retamos al enemigo a que las probara.
En realidad, nada teníamos que perder, más allá de la libertad personal, lo que es poco decir ante la pérdida de la libertad de la patria misma. El enemigo sí perdía aunque ganara, aun sin haber hecho uso de trucos sucios, como lo fue la manipulación de la composición del panel de jurados para el segundo juicio ante la falta de pruebas suficientes para condenarnos. En ese segundo Jurado estuvieron representadas algunas de las principales corporaciones yankis que operaban en Puerto Rico. Entre las mismas estaban el National City Bank, el Chase National Bank, la Compañía de Fertilizantes Armour, la Radio Corporation of America, la Compañía del Carbón, la Compañía de Tractores Caterpillar, la Compañía del Acero, la Compañía del Caucho, y la International Telephone and Telegraph.
Esa manipulación la expuso el escritor y pintor neoyorkino Rockwell Kent[15], norteamericano de ideas socialistas que luego mantuvo contacto con el Partido Nacionalista y conmigo en Nueva York durante varios años.
Kent era, además, agricultor, carpintero de barcos y explorador y gozaba de enorme popularidad en su país para la década de los años ‘30. Para mediados de los ‘40 la misma empezó a declinar al comenzar la del arte abstracto y empeoró cuando manifestó una ideología de avanzada que en 1946 lo llevó a ser miembro del comité ejecutivo del Partido Laborista Americano, del que fue candidato al congreso.[16]
Si recuerdo bien, Kent vino a Puerto Rico por primera vez en el 1936 por motivo de su preparación para un mural que habría de pintar en el edificio del correo en Washington, D. C. El mural habría de demostrar la capacidad del servicio de correos para hacer entregas de correspondencia en climas diametralmente opuestos, por lo que tendría una escena de entrega de una carta en Alaska, país que también visitó con igual propósito, y otra en el Caribe.
Su visita coincidió con el primer juicio por traición al enemigo al cual fuimos sometidos los líderes del Movimiento Libertador y en el cual el Jurado no logró ponerse de acuerdo.
Terminado el juicio y cual si hubiera intervenido la Voluntad Divina, Rockwell Kent, a quien muchas veces se le ha confundido con su coetáneo y también pintor Norman Rockwell, se encontró en medio de una recepción en La Fortaleza en la que Winship deleitaba a fieles adeptos suyos. Es así que nuestro amigo se entera, nada menos que por voz del propio Snyder, de su trama para asegurarse de que, en el segundo juicio, el nuevo Jurado respondiera a los intereses políticos del gobierno de Estados Unidos y no a los de la Justicia, como lo hizo el Jurado anterior.
Cerca de dos años después, enterado de que a Cooper se le estaba considerando para otro término en la judicatura, Kent, sin encomendarse a nadie, le narró los detalles de la trama al senador Henry Ashurst en una carta de cuatro páginas a espacio sencillo, además de divulgar el asunto a través de periódicos y revistas. Esto despertó la furia de su compatriota Cooper, quien a través de la prensa lo calificó de “embustero”, lo retó a que lo demandara por libelo y lo amenazó con la cárcel. Sólo los sabios consejos legales de Arthur Garfield Hays –otro sincero amigo de nuestra lucha– evitaron que Rockwell aceptara el reto –a lo cual, por otro lado, lo había instado Walter McK Jones, quien pertenecía al partido Liberal y era compañero suyo en el Committee for Fair Play to Puerto Rico.
Mck Jones le dijo que si complementaba su testimonio con la Declaración Jurada que sobre el mismo asunto había hecho Elmer Ellsworth, quien había sido jurado, el asunto le daba la oportunidad de demostrar la “podredumbre del tribunal federal en Puerto Rico” y de paso serviría para “iluminar al pueblo de Estados Unidos sobre el gobierno colonial” que han implantado aquí.
Hays, por su parte, lo disuadió diciéndole que la jurisdicción en el caso la tendría Puerto Rico –por lo que se exponía a un entrampamiento–, que una demanda por libelo es algo muy técnico y que perderla podría serle muy dañino.
“Rock”, como algunos lo llamaban, ya se había enfrentado al gobierno federal por defender el derecho de Puerto Rico a la independencia luego de incluir en el mencionado mural del correo el contenido de una carta que, en su concepción artística, le enviaba un esquimal, en su idioma, al pueblo de Puerto Rico.
El mensaje decía: “¡Al pueblo de Puerto Rico, nuestros amigos! Adelante. Cambiemos de amos. Sólo eso puede hacernos iguales y libres”.
La subsiguiente pugna entre Kent y el Tesoro de Estados Unidos, que se negaba a pagarle y hasta quería destruir el mural, incluyó no sólo aspectos políticos e ideológicos, sino también constitucionales y económicos, así como de derechos de autor.
Por si fuera poco, Kent se involucró como testigo –o por lo menos trató– en los casos de la Masacre de Ponce, a pesar de las amenazas de un alguacil federal que viajó a San Juan en el mismo avión, de que su presencia en el juicio podría desatar otra masacre y de que sería arrestado si testificaba o incluso podría ser asesinado. En el tribunal, que estaba rodeado de policías, fue sometido a un registro que incluyó lo que a él le pareció un examen prolongado de los genitales, por lo que le dijo al policía que con tanta sospecha lo registraba que aquello que de tal modo había despertado su curiosidad era “un instrumento para crear vida, no para destruirla”.
Finalmente, no se le permitió testificar, pero luego expresó su regocijo por haber tenido la ocasión de ver ejerciendo ante el tribunal a Ramos Antonini[17], a quien ya había escuchado tocar el piano. Sobre él dijo que, aunque no entendía lo que decía por ser en español, por sus gesticulaciones, ademanes y entonaciones en la oratoria, concluyó que estaba, no sólo ante un artista de la música, sino ante “un artista del Derecho”.
Por cierto, para los años de la década de 1930 era muy conocido también el poeta canadiense Wilson MacDonald, a quien conocí por intermedio de Jean Wiley, con quien me visitó mientras estuve internado en el hospital Columbus. Wilson había apoyado la llamada primera guerra mundial, pero luego se convirtió en pacifista y los críticos literarios le daban de codo por su ideología socialista. Aunque publicaba sus poemas en revistas literarias y periódicos, tuvo que recurrir a publicar sus propios libros.
En una de mis cartas le comenté una vez que, en mis conversaciones con la Divinidad, repetidas veces le había pedido, siempre en vano, que me permitiera saber con certeza si mi presencia en este mundo tenía el propósito que presentía: el de dedicarme por entero a luchar por la libertad de mi patria independientemente de las consecuencias.
MacDonald me respondió muy sabiamente que "la plegaria para una clarificación de la finalidad de la misión de uno no puede ser contestada, pues, si el propósito de la vida ha de ser trágico o glorioso, comoquiera que sea, la voluntad para cumplir el deber a plenitud podría debilitarse." Enseguida transcribí la carta de mi puño y letra y se la envié a Jean y a Abe a California.[18]
Pero sigamos. El fiscal Snyder, histérico ante un pueblo que se organizaba para la defensa propia, se las arregló para que el FBI investigara solapadamente las actividades del Partido Nacionalista porque le parecía que nos proponíamos cometer el grave delito de separar a Puerto Rico de Estados Unidos con el fin de convertirlo en una república, tal cual habían hecho los libertadores de su país.
Snyder, quien poco después fue presidente del mal llamado tribunal supremo de Puerto Rico, me describió ante Hoover como “dictador” del partido y calificó como insultos de mi parte al gobierno de Estados Unidos todas las monumentales verdades que le decía al pueblo de Puerto Rico en mis discursos por todo el país y en los artículos que escribía para el semanario La Nación.
La verdad es que, a partir de enero de 1930, cuando asumí la presidencia del Partido Nacionalista, se dieron en el país una serie de sucesos que resultaron ser extraordinariamente significativos para nuestra lucha emancipadora, como lo fueron, entre otros, el surgimiento de la Asociación Patriótica de Jóvenes Puertorriqueños, de la que surgieron los Cadetes de la República y luego el Ejército Libertador; la reincorporación de las mujeres a la lucha patriótica frontal a modo de Cuerpo de Enfermeras; el caso de los asesinatos que cometió el doctor Rhoads y su subsiguiente encubrimiento; el asalto al capitolio colonial tras el pretendido ultraje de nuestra bandera; la huelga de la caña en el ‘34; la Masacre de Río Piedras; el ajusticiamiento de Riggs; los asesinatos de Rosado y Beauchamp; el surgimiento del semanario La Palabra luego de los sucesos de Río Piedras; la defensa a tiros de la bandera por Baldoni en Utuado[19]; el desarrollo de una campaña nacional de reclutamiento y de recaudación de fondos para establecer nuestro Ejército Libertador y otros a los que luego habré de aludir. En fin, fue una década de verdadera efervescencia revolucionaria que llevó a la metrópoli a creer que nos levantaríamos en armas para las elecciones de 1936.
Ya para esa época, el poder interventor había comenzado a circular la versión de que padezco un complejo de inferioridad por mi composición racial y que es por esa razón que combato la intervención extranjera en mi país y la explotación económica de mi pueblo. Alegan algunos que se me negaron honores y otras distinciones durante los años que estudié en Harvard y que resentí el que en el ejército me ubicaran con tropas no blancas.
La realidad ha sido otra. Ciertamente, siempre repudié y habré de repudiar, como es el deber de toda persona de conciencia, la discriminación racial y étnica que siempre ha caracterizado a las élites sociales y económicas de Estados Unidos –independientemente de si soy víctima o no de las mismas. Presencié actos desgarradores de violación de la dignidad humana en Estados Unidos y hubo ocasiones en las que, de haber estado armado, la indignación habría podido llevarme más allá de las normas que rigen mi conducta. Orgulloso estoy de mis sentimientos en ese aspecto, pero creo que no han de ser muchas las personas, del color que sean, que hayan disfrutado no sólo en Harvard, sino aun dentro del ejército yanki, las atenciones, la consideración y el respeto de los que fui objeto. Creo que debería bastar, como prueba gráfica de ello, mi ubicación en el mismo centro de la primera fila en la foto donde estoy con condiscípulos de Harvard.
Ante las penurias económicas que durante esos años enfrenté con mi incipiente familia, hubo personas bien intencionadas, pero equivocadas, como dicen algunos de mí, a quienes les parecía que, en lugar de entregarme a la lucha de liberación, debía explotar económicamente mi preparación académica poniéndola, no ya al servicio de las empresas extranjeras, pues no osaban ir tan lejos, pero sí al servicio de al menos empresas nativas de las que pudiera obtener razonables, sino sustanciales beneficios económicos. Estas personas no albergaban duda alguna, como tampoco yo, de que mis convicciones ideológicas, las que ellos describían como intransigentes, habrían de llevarme de cabeza a los patíbulos de Atlanta.
A todo esto, no sabían ellos que estábamos creando nuestro propio arsenal, no sólo con armas que traíamos de contrabando, sino incluso de armas que adquiríamos de las instalaciones militares del invasor. En una ocasión, incluso traté de comprarle armas al barco Presidente Sarmiento, de la marina de guerra argentina, de paso por San Juan. No lo conseguimos, pero establecimos estrechos nexos con los oficiales, los cadetes y la tripulación. Cuando zarparon, los hermanos Bassó[20] los despidieron pasando sobre la fragata una y otra vez con su avioneta con los acordes de La Borinqueña mientras los marinos permanecían en formación militar.
En la adquisición de armas contamos con la cooperación de algunos miembros de la llamada Guardia Nacional, ese ejército secundario que la metrópoli estableció para lanzarlo contra la población civil. Algunos las sustraían y las donaban y otros, no tan patrióticos, nos las vendían. El producto de las ventas de algunas rifas — labor esta en la que se destacaba Isabelita Rosado — iba dirigido a la compra de armas.
Aunque estábamos en el proceso de establecer un Ejército Libertador, sabíamos que los golpes más fuertes que podíamos asestarle al poder interventor de Estados Unidos no eran los de tipo militar, pero sabíamos también que estos atraen la atención internacional, por lo que se convierten en golpes de índole moral. Unos y otros son imprescindibles, pues si bien no tenemos la capacidad para echar a pique su poderío naval, tenemos sin duda la fortaleza moral para echar a pique su decadente prestigio ante el mundo.
A propósito, sé que muchos se preguntarán por qué ingresé en el ejército yanki. Mirando desde la perspectiva que nos da la distancia en el tiempo, creo que mi afán de interrumpir mis estudios universitarios para ingresar en el ejército fue un resultado directo de la campaña descomunal de propaganda que lanzó el gobierno de Woodrow Wilson, quien sin embargo había llegado a la presidencia con una campaña pro paz.
En una sociedad que se consideraba a sí misma, democrática por excelencia, un gobierno pro paz montó una maquinaria propagandística pro guerra de proporciones industriales, como las que se dice que distinguen a los Estados totalitarios de los democráticos.
Esa maquinaria, a cargo de un periodista de nombre George Creel, bombardeaba de tal modo la mente de los ciudadanos que, si uno era extranjero, como en mi caso, lo menos que llegaba a sentir era que estaba fuera de lugar si pensaba que no había razón para desear la destrucción total y permanente del pueblo alemán.
Causaba cuando menos una inquietud de conciencia ver a otros jóvenes, muchos de ellos estudiantes y pobres como uno mismo, engancharse orgullosos para ir a ofrecer su vida por ideales que uno compartía.
Aquella propaganda sin paralelo y sin precedentes, por todos los medios disponibles, tenía expresamente algún atractivo para cada sector de la sociedad. La misma prometía que, con la guerra contra Alemania, no sólo quedaría aniquilada la fortaleza industrial y militar alemana, sino que, supuestamente, se cuidaban los intereses de los trabajadores, se protegían los valores más preciados de las sociedades democráticas y quedarían resguardados los derechos de las naciones pequeñas al ser destruido el militarismo.
No me he arrepentido de mi servicio militar. Por el contrario, estoy convencido de que los ciudadanos de una nación, más aún de una nación que ha sido militarmente intervenida y ocupada, necesitan la experiencia de la vida militar y todo lo que la misma implica. Por eso fue que, al ofrecerme de voluntario, puse como condición que me enviaran al frente de guerra, lo cual el gobierno de Estados Unidos aceptó, pero no cumplió. Asimismo, tampoco niego que hoy día, mirando hacia atrás con la perspectiva que nos da el paso de los años, a veces me he preguntado si no debí conformarme con los conocimientos de ciencias militares que adquirí mientras estudiaba en Harvard.
Afortunadamente, no fue poca la ayuda de naturaleza militar que recibió el Movimiento Libertador de numerosos compatriotas que sirvieron durante la llamada Segunda Guerra en los continentes de Europa y África. A uno lo conocí precisamente en el hospital Columbus. Conocí a “Ñin” Negrón, quien está aquí conmigo, en el año de 1945, cuando tuvo la osadía de visitarme vistiendo su uniforme de militar yanki. Había combatido al régimen nazi como miembro del Regimiento 65 de Infantería, del cual los altos oficiales del Pentágono se mofaban llamándolo el regimiento “del ron con Coca Cola”.
Antes de la guerra de Corea, en el Pentágono no creían a los puertorriqueños capaces de combatir, por lo que al 65 de Infantería ni siquiera les proveían los adiestramientos básicos de combate. Por si fuera poco, el regimiento se componía de dos batallones, en lugar de los tres que debía tener y, aunque estaban a 60 millas uno del otro, carecían de lo más mínimo en materia de equipo de transportación. Para colmo, el regimiento tampoco tenía artillería.
Me impresionó sobremanera el gran sentido del humor de “Ñin”. Luego de hacernos reír un rato, al despedirse me dijo que salía de allí decidido a ingresar en el Partido Nacionalista y así lo hizo. En adelante, aquel muchacho reorientó su vida y utilizó su experiencia militar durante la revolución del ‘50 en su pueblo de Naranjito, donde dirigió un pequeño grupo de patriotas que atacaba de noche y se ocultaba de día.[21] Por estar del lado del ejército yanki durante la guerra, fue elogiado como héroe pero, poco después, por tomar las armas por la independencia de su patria, fue sentenciado a cumplir 65 años de prisión.
Pues bien, aunque se decía que aquella primera guerra en Europa, para la que me alisté voluntariamente, sería la gran guerra que acabaría con todos las guerras, el Tratado de Versalles que le puso fin trajo consigo la fértil semilla de la llamada Segunda Guerra Mundial.
En aquel tratado leonino –en el que la única participación de Alemania fue la de aceptarlo sin derecho a objetar–, Estados Unidos empotró cuanta cosa se le ocurrió para garantizar la inmisericorde humillación del pueblo alemán, con lo que inevitablemente sentó las bases para el arraigo de Hitler y de su Partido Nacional Socialista.
No conformes con desarmar a Alemania, paralizar su ejército y fragmentar y ocupar militarmente su territorio nacional, le cerraron sus mercados naturales y le sabotearon los que no le cerraron; le destruyeron sus fábricas y sus maquinarias; se apoderaron de sus minas; le confiscaron todos sus archivos y encima le impusieron una pago de compensación por daños que resultaba impagable aun si el país hubiese contado con la suficiente infraestructura industrial.
Alemania en efecto perdió unas 25 mil millas cuadradas de territorio con más de seis millones de habitantes, así como dos terceras partes de su mineral de hierro; casi la mitad del carbón; tres cuartas partes del zinc; una octava parte de sus terrenos agrícolas y el diez por ciento de sus establecimientos industriales.
La inflación desvaloró de tal modo al marco que los trabajadores que lograban tener un empleo cobraban sus salarios en sacos y sus esposas iban a recoger el dinero inmediatamente para hacer sus compras antes de que entrara en vigor la próxima devaluación. Aquello fue la cosa más absurda y, más que un tratado, fue un atraco más al estilo de los norteamericanos.
Con todo esto, el mal llamado tratado alude al establecimiento de “relaciones abiertas, justas y honorables entre las naciones” bajo el derecho internacional como el modo de evitar las guerras cuando, en realidad, los únicos derechos que quedaban protegidos eran los de Estados Unidos y los de sus aliados –en ese orden.
La economía del pueblo alemán prácticamente se desintegró y la nación no vivía, sino que luchaba arduamente por sobrevivir en un estado de progresiva estrangulación. Este estado del país no sólo afectó a los trabajadores, que siempre llevan la peor parte, sino que afectó incluso a la arrogante nobleza y a la feudal aristocracia.
Esa guerra imperialista fue consecuencia directa e inevitable de los atropellos y la humillación de la nación alemana por Estados Unidos y sus aliados. Esa fue una razón por la cual me opuse a esa guerra a pesar de que en el año de 1918 me alegré de que se le hubiera destrozado el espinazo al nazismo.
Otra razón fue, por supuesto, nuestro principio de no colaboración con el poder interventor de Estados Unidos — principio que jamás debemos descartar, sin importar las circunstancias.#
[1]1. Vito Marcantonio, congresista de Nueva York.– Editor
[2]2. Un informante le dijo al FBI en mayo de 1944, supuestamente citando a Albizu, que este ingresó en los Caballeros de Colón en el año de 1921. Según el informante, Albizu dijo que su propósito fue el de combatir desde allí el control de las logias masónicas por parte de la estructura suprema norteamericana, pero que, “por haber caído en desgracia” con esa organización, ahora procuraba lograr ese fin infiltrando a miembros del Partido en dichas logias. (Departamento de Justicia de EE. UU., Negociado Federal de Investigación (FBI). Expediente Núm, 105-11898, RE: Pedro Albizu Campos, Carpeta 3). Los datos categóricos que me proveyó el pasado 9 de mayo Susan H. Brosnan, Archivera del Concejo Supremo de los Caballeros de Colón, a los efectos de que entre los años de 1913 y 1923 no existió un capítulo de esa entidad en Harvard, tienden a sostener que fue en el año de 1921 cuando Albizu ingresó en esa entidad católica. Dijo Brosnan que en Cambridge había tres capítulos: el 74 instituido el 2 de abril de 1893; el 193, instituido el 25 de octubre de 1896 y el 912, instituido el 3 de julio de 1904. Los capítulos 193 y 912 se fusionaron en el año de 1927 con el capítulo 74. Esta información contradice, por sí sola, la versión de su esposa de que Albizu fue “presidente y fundador del capítulo de Harvard de los Caballeros de Colón”. (Laura de Albizu Campos. Albizu Campos y la independencia de Puerto Rico. N.Y.: La autora, 1961, pág. 19).– E.
[3]3. Se refiere a Oscar Collazo, quien atacó a tiros a los centinelas de la Casa Blair, residencia provisional del presidente Harry S. Truman, el 1ro de noviembre de 1950, en compañía de Griselio Torresola, quien murió en el ataque.–E.
[4]. Se refiere al licenciado Julio Pinto Gandía, prominente líder del Partido Nacionalista, quien años después desapareció de su hogar misteriosamente.– E.
[5]. Prominente líder religioso y guerrero indio Hunkpapa, de la nación Sioux, cuyo nombre nativo era Tatanka Iyotanka. Nació en Dakota del Sur en el 1834. Fue asesinado por un policía indio el 15 de diciembre de 1890 en lo que algunos historiadores han calificado de “asesinato político”.– E.
[6]. Reynolds cumplió 19 meses de cárcel en Puerto Rico.– E.
[7]. Se refiere al gobernador de Puerto Rico entre el 5 de febrero de 1934 y el 12 de mayo de 1939.
[8]. Se refiere a la Penitenciaría Estatal en Río Piedras, jurisdicción de San Juan, popularmente conocida como “El Oso Blanco”, donde fue internado en marzo de 1954.
[9]. El doctor Gilberto Concepción de Gracia fue abogado de Albizu en la década de los 30. Fue el primer presidente del Partido Independentista Puertorriqueño (PIP), electo en el 1948, luego de su fundación en el año de 1946.– E.
[10]. Albizu salió del hospital Columbus el 9 de noviembre de 1945 y por voluntad propia siguió residiendo en la Ciudad de Nueva York hasta su regreso a la isla el 15 de diciembre de 1947.– E.
[11]10. Se refiere a Erasmo Velázquez Olmedo, Luis Florencio Velázquez y su hijo Julio Héctor, Juan Gallardo Santiago, Pablo Rosado Ortiz y a los consagrados poetas Clemente Soto Vélez y Juan Antonio Corretjer. Todos fueron sentenciados a distintas penas en el mismo caso con Albizu.– E
[12]. Juan Juarbe Juarbe.– E.
[13]. Raimundo Díaz Pacheco, líder del grupo que atacó La Fortaleza ese mismo día.– E.
[14]. J. Edgar Hoover, director vitalicio del FBI.– E.
[15]. (1882-1971).E.
[16]. Kent fue electo miembro de la Academia de las Artes de la URSS en 1966 y el año siguiente recibió en Moscú el premio Lenín de la Paz.– E.
[17]. Ernesto Ramos Antonini, para entonces pianista, abogado y orador. Luego cofundador del Partido Popular Democrático, legislador, autor de la ley que creó la Escuela Libre de Música y presidente de la Cámara de Representantes de Puerto Rico.– E.
[18]. Jean W. Swickel la donó con otras al Archivo Nacional de Puerto Rico.– E.
[19]. Luis Baldoni Martínez, conocido ya por haberle entregado a Albizu el original de la carta del doctor Cornelius P. Rhoads, a la cual se alude más adelante.– E.
[20]. Los hermanos Bassó eran unos pilotos comerciales nacionalistas que contribuían con su oficio a adelantar la lucha por la independencia.
[21]. Luego puso sus conocimientos y experiencia al servicio de la Revolución cubana.– E.