¿Evolucionar en qué dirección?
Nos ha dicho en su “blog” Ingrid Vila Biaggi (4 dic 15) en torno a la rampante corrupción gubernamental que “Hay que exigirles a los funcionarios electos acción: que presenten legislación que prohíba el financiamiento privado en campañas electorales. Punto. Como he dicho anteriormente, si nos detienen a nivel federal en este proceso, nos toca insistir en la evolución de nuestro estatus para asegurar un sistema democrático que corresponda a nuestras aspiraciones y exigencias como pueblo”.
Descompongamos las dos oraciones completas para fines de interpretarlas.
La primera alude a que es necesario que los electores les exijan “acción” a las personas que resultan electas. El propósito de esa acción es el que se prohíba por ley “el financiamiento privado en campañas electorales”.
La otra oración completa se refiere a la probabilidad ―altísima si perjudica sus intereses― de que “el gobierno federal” se interponga y evite esa acción de los electores. Ante esa contingencia, Vila Biaggi afirma que “nos toca”, es decir, es nuestro deber, “insistir en la evolución de nuestro estatus”. Deja implícito que si evolucionamos nuestro estatus colonial, podemos entonces “asegurar un sistema democrático que corresponda a nuestras aspiraciones y exigencias como pueblo”.
Si acordamos que “evolución” implica “cambio”, solamente falta que Vila Biaggi nos diga en qué sentido deberá darse esa “evolución” ―según su apreciación― sin que traiga empotrada la potestad del gobierno federal para interponerse.
IMPLICACIONES POLÍTICAS DEL CONCEPTO DE DIÁSPORA
IMPLICACIONES POLÍTICAS DEL CONCEPTO DE DIÁSPORA
© 2015 Pedro Aponte-Vázquez
La visión de mundo de los estadounidenses, entendiéndose por este gentilicio los ciudadanos oriundos de Estados Unidos de Norteamérica[1], lleva a los integrantes de esa sociedad, seguramente salvo algunas excepciones, a etiquetar rigurosa y maquinalmente las manifestaciones humanas individuales y colectivas de su entorno y del distante ámbito exterior. Esta práctica perenne tiene el potencial de llevar a cada cual ―por su condición humana― a rutinariamente clasificar consciente e inconscientemente todo aquello que observa o en lo que activa o pasivamente participa, así como a aquellos con quienes interactúa. La clase dominante estadounidense, pragmática como es, no está ajena a esa realidad ni pasa por alto su utilidad. Los propietarios que componen esa relativamente pequeña y cerrada clase saben que esa visión les sirve de instrumento para dividir y separar las partes de muchos todos y no pierden oportunidad alguna de aprovecharla. Aludo a la clase dominante estadounidense no porque este proceder sea de su exclusividad, pues no lo es, sino porque es a esa clase a la que me propongo hacer referencia en esta breve exposición. En la misma habré de examinar específicamente el concepto de “diáspora” y su utilidad política.
La Real Academia Española dice en su Diccionario digital que “diáspora” viene del griego con el significado de “dispersión” y provee dos definiciones: “dispersión de los judíos exiliados de su país” y “dispersión de grupos humanos que abandonan su lugar de origen”. Adoptaré la segunda definición.
El término “dispersión”, como concepto al fin, es en sí mismo abstracto y lo es aún más, si ello es posible, en alusión a personas. En esos casos se acerca peligrosamente a la idea de trulla; de fracatán; de reguero; y en el habla boricua: de reguerete. Estos conceptos llevan implícita a su vez la idea de desconexión o, cuando menos, de escasa o mínima conexión… incluso de distanciamiento y hasta de falta de propósitos comunes; de apartamiento. Por cierto, ese apartarse, esa falta de propósitos comunes, es aplicable tanto a personas en la realidad como a objetos personificados en la ficción. Es algo así como si habláramos de carencia de personalidad; es decir, de falta de esos rasgos distintivos que van más allá de meras características físicas para fuertemente asir aspectos de espiritualidad; de carácter; de modo de estar en el mundo; de identidad.
Para la clase dominante ―ese conjunto de personas que detentan el poder político con el consiguiente poder económico en una nación capitalista cualquiera―, es ventajoso buscar y encontrar modos de separar a quienes se les opongan o parezcan oponérseles o tengan el potencial para convertirse en una amenaza real para sus intereses. Con ese fin utiliza conceptos que sirvan para identificar con etiquetas excluyentes a aquellos a quienes ve como consumados o potenciales opositores o, tajantemente, como enemigos. La práctica de etiquetar comienza a lograr su propósito de excluir, de apartar, cuando unos integrantes de un mismo grupo aceptan la etiqueta con sus atribuidas definiciones y hasta se la aplican ellos mismos, mientras otros la rechazan y hasta la repudian.
En el caso de la sociedad estadounidense, resulta más fácil aplicar ese instrumento debido a lo heterogénea de la misma, a su amplia diversidad de características físicas de origen biológico y a la pluralidad de orígenes étnicos con sus respectivas religiones, idiomas y tradiciones, además de otras manifestaciones culturales. Allí, la clase dominante cuenta con todo un arsenal de etiquetas que utiliza hábilmente como cuñas con las cuales hender los grupos que se le opongan y de ese modo hacerlos vencibles. Así logra dividir entre ellos mismos a sus ciudadanos negros (un negro mató a Malcolm X); a los integrantes de los pueblos originarios (un indio mató a Sitting Bull); a los blancos pobres (blancos mataron a John y a Robert Kennedy); a los pobres en general; a los hispanos; a los orientales; a los nuevos inmigrantes; a los que buscan refugio; a los estudiantes; a los artistas, a los escritores y a cualquier grupo al que vea como una amenaza inminente o en ciernes para su más firme estabilidad ―como pueden serlo los poetas; como pueden serlo los historiadores; como puede serlo una diáspora que sea solidaria con su lugar de origen.
En el renglón de la población negra, por ejemplo, se etiqueta a unos como pacifistas y a otros como violentos; en el de los antiguos nativos del continente introducen las etiquetas de indio, indio americano, amerindio, nativo americano, pueblos originarios y primeras naciones; entre los blancos están los que son etiquetados como “basura blanca”, hillbillies, (campesinos), wasp, sureño y aún otras etiquetas según la procedencia geográfica. A los puertorriqueños nos llaman despectivamente spiks y acá en Puerto Rico se adptó en la década de los 70 el denominar despectivamente como “Nuyoricans” a los compatriotas que comenzaron a regresar de Estados Unidos aunque no vinieran necesariamente de Nueva York. Hoy día se ha popularizado tanto el concepto de diáspora para referirse a los puertorriqueños residentes allá, incluso entre ellos mismos, que comienza a fragmentarse con la utilización de “DiaspoRican” y “diasporriqueño” para describir, sobre todo, a miembros de la diáspora que optan por reintegrarse al entorno de la Isla. Entre éstos figuran profesionales e intelectuales retirados de sus respectivos empleos, quizás predominantemente independentistas, cuyo poder económico les permite regresar precisamente cuando más crítica es la condición de la colonia. No obstante, el antropólogo Jorge Duany señala que el término “se refiere a los descendientes de puertorriqueños dispersos por Estados Unidos, muchos de los cuales siguen sintiéndose boricuas”.[2] Además, ya se especula que está en proceso de gestación lo que se conocería como “Floriricans”, una subdivisión de la diáspora boricua evidentemente de la provincia de Florida que Duany describe como “fragmentada”.[3]
A esa clase dominante no le faltan motivos para querer dividir más y más y mantener dividida a la nación puertorriqueña. Tres puertorriqueños, el médico Eduardo Garrido Morales y los abogados José Ramón Quiñones y Arturo Ortiz Toro manipularon directamente el encubrimiento del caso Rhoads.[4] Por otra parte, un psiquiatra boricua, Luis M. Morales, declaró loco al líder Nacionalista Pedro Albizu Campos[5] mientras que otro abogado puertorriqueño, José Trías Monge, participó en el proceso de encubrir su tortura.[6] Además, los fiscales que enjuiciaron a los Nacionalistas luego de la insurrección de 1950 y los jueces que los mandaron a la cárcel eran todos puertorriqueños. Anteriormente, delatores puertorriqueños no faltaron para beneficio de los invasores españoles ante la insurrección de 1868, así como sobran quienes celebran jubilosos la invasión de nuestro territorio nacional por el ejército estadounidense 30 años después.
En reacción a las pésimas condiciones de vida de la nación puertorriqueña, provocadas en gran medida por la explotación económica que tranquilamente anda asida de la mano del voraz imperialismo, el invasor recurrió desde el inicio del siglo XX a la servil válvula de escape de la emigración. Pero eso sí, pintándola como un derecho que no pocos vieron como un merecido privilegio que les concedía el “benévolo” invasor. La inmensa mayoría emigró hacia los centros urbanos estadounidenses geográficamente más cercanos y todavía otros lo hicieron rumbo a Hawaii, pero todos llevaban consigo al partir su rico bagaje cultural y cada cual albergaba en lo más profundo la firme determinación de regresar al lar querido donde nació. Sin embargo, una serie de circunstancias causaron el que no todos pudieran o desearan regresar y así, de nuevas calamidades de igual procedencia, brotaron nuevas emigraciones de nuevas generaciones, principalmente hacia nuevos centros urbanos de la nueva metrópoli.
Aunque miles de boricuas comenzaron a regresar allá para la década de los 70, parecen haber sido muchos los descendientes de esos primeros desplazados quienes, por razones diversas, optaron por no regresar si es que habían ido en su niñez o infancia, o por permanecer allá en las ciudades donde nacieron. Aunque algunos de los que fueron llevados como menores de edad aprendieron a usar ambos idiomas con igual facilidad, otros no fueron tan afortunados y solamente aprendieron el inglés. De ese modo ha ido surgiendo una población puertorriqueña cuyos integrantes no dominan el español, pero no obstante se sienten parte integral de la nación puertorriqueña o, cuando menos, tienen conciencia de su puertorriqueñidad aunque algunos carezcan de puertorriqueñismo. Encontramos, pues, una población residente en la metrópoli que, si bien se ha “aculturado” en la sociedad estadounidense hasta el extremo de no dominar ―algunos de sus miembros― el idioma característico de Puerto Rico, visitan su Isla si tienen la oportunidad de hacerlo, estudian su Historia, buscan información sobre lo que allí acontece y hasta se involucran, aunque sea por medio de las nuevas tecnologías, en la perenne lucha de la nación puertorriqueña por resolver sus más complejos problemas económicos, sociales y políticos. Incluso se da el caso de que algunos muestran más interés en esos asuntos y los conocen mejor que muchos de los que ―tanto allá como acá en la Isla― sólo dominan el español. Esta circunstancia es muy propicia para cultivar fuertes vínculos ideológicos entre unos y otros; entre los puertorriqueños de acá y los de allá, entre los presentes y los ausentes, lo cual no se le escapa al ojo avizor del invasor.
La clase dominante estadounidense es consciente de que el concepto de diáspora en sí mismo, al desnudo, no acarrea necesariamente aspecto negativo alguno. Por consiguiente, le es indispensable promover y explotar el sentido de dispersión, elemento esencial del concepto. En ese sentido fomenta el percatarse de la distancia física que nos separa y facilita introducir y divulgar ideas discordantes que permitan aprovechar prejuicios existentes y crearlos donde no existan para con ellos provocar contradicciones, rivalidades, disputas, tensiones, separación…
Estos conflictos han mostrado su feo rostro recientemente como resultado del hecho de que algunos autores puertorriqueños, residentes casi todos en la Isla, han señalado algunas minucias, además de graves y constatables fallas de contenido histórico, en un libro que recién publicó un autor cubano-puertorriqueño natural y residente de Nueva York sobre, a grandes rasgos: la invasión, colonización y explotación económica estadounidense de Puerto Rico con sus concomitantes persecuciones políticas.
Relatan William García Medina, et al. sobre la presentación de dicho libro en el Ateneo Puertorriqueño que una persona de entre el público que se describió a sí misma como “nuyorican” dijo, citada textualmente: “…bueno y como yo era Nuyorican, no entendía mucho sobre ser puertorriqueña. Pero, [a]prendí español y ahora sé más de mi historia y eso de nuyorican pues ya no…”[7] Afirma luego García Medina: “En sí, yo aún no entiendo por qué es que la diáspora siempre tiene que humillarse ante los pies de la nación para ser recibida con los brazos abiertos” y más adelante agrega: “Es interesante como se habla de nación en estos lugares sin considerar los que no tienen país, porque no hay tiempo para reflexionar en eso, porque se tiene que trabajar, porque se tiene que sobrevivir, porque vivir no es posible”.[8]
En referencia a la cita atribuida a la persona que dijo de sí misma que había sido “Nuyorican”, procede reconocer que, si bien hubo en un momento histórico una disposición de algunos de los boricuas nacidos y/o criados en Nueva York a autodenominarse de ese modo, me consta que en la Isla hubo quienes utilizaron el concepto despectivamente, como un dar de codo, si bien otros lo hacían de manera amigable. De ese fenómeno surgió el aparente desafío de poetas boricuas de Nueva York de autodenominarse “Nuyorican”.[9] Además, es significativo el hecho de que la persona citada se consideraba a sí misma “Nuyorican” porque, según dijo, “no entendía mucho sobre ser puertorriqueña”, no sabía español y no conocía lo suficiente sobre su historia, la de Puerto Rico. No obstante, después de aprender español y saber más de su historia, ya no se considera “Nuyorican”. Este hecho sugiere, si no lo establece fuera de duda, que el concepto de “Nuyorican” es en último análisis un modo descartable de ser dentro de otro modo de ser de naturaleza permanente. Ello da lugar a dos afirmaciones axiomáticas: ser “Nuyorican” requiere ser boricua y se puede dejar de ser “Nuyorican”, pero siempre se es boricua.
Por otra parte, García Medina et al. no dicen por qué razón consideran, por un lado, que los boricuas de allá “no tienen país” y, por otro lado, que “tiene[n] que trabajar para sobrevivir”, lo que implica que los de la Isla no tenemos que hacerlo. Más aún, ¿por qué están García Medina y sus colaboradores en la creencia de que “la diáspora” no sólo “tiene que humillarse ante los pies de la nación para ser recibida con los brazos abiertos” sino que, además, tiene que hacerlo “siempre”? No lo sabemos y ellos no lo dicen. Esa categórica afirmación queda tirada ahí en ese artículo sin misericordia, sin fundamento alguno que la sostenga, como de paso, cual se descarta lo inservible.
Por si fuera poco, esos autores dan por sentado que los boricuas que han emigrado no forman parte de “la nación” puertorriqueña, pues, como ellos dicen: esos boricuas “no tienen país”. Aún más, su postura podría causar la impresión de que no toman en consideración el hecho de que las estadísticas del flujo migratorio de boricuas sugiere que cada familia puertorriqueña tiene o ha tenido familiares distantes y cercanos que residen o han residido en Estados Unidos. No sólo eso, ni siquiera dejan abierta la posibilidad de que algunos de esos historiadores a quienes acusan de actuar en contra de la diáspora boricua, hayan sido desde mucho antes integrantes de esa diáspora, como es el caso de este autor. Además, García Medina y sus colaboradores pasan por alto el hecho de que debe de ser sumamente baja la probabilidad de que los residentes de la Isla les exijan a los ausentes, entre los cuales están amistades y familiares suyos, “humillarse ante los pies de la nación” si quieren que se les reciba “con los brazos abiertos”. Comoquiera que sea, ello no sería posible toda vez que la diáspora no es un ente que está fuera de la nación puertorriqueña, sino que forma parte integrante de la misma. Sobre la migración boricua a Estados Unidos planteaba el Partido Socialista Puertorriqueño: “El puertorriqueño que se traslada a Estados Unidos lo hace con las mismas expectativas, forjadas por su realidad material, que el que se traslada del campo a San Juan, con unas particulares ilusiones o sueños. Además, no se traslada como individuo, sino que, de forma simultánea en perspectiva histórica, se traslada una porción significativa de la nación […]”.[10]
Tal vez las personas que aseguran que existe una actitud de desprecio de los boricuas residentes en la Isla hacia los que se han establecido en la metrópoli no han escuchado la plena que popularizó la orquesta de César Concepción con Joe Valle titulada “Pa’ los boricuas ausentes”.[11] La misma dice al inicio: “A los boricuas que están ausentes yo les dedico esta canción/porque no hay duda que ustedes quieren/a su Borinquen de corazón/si un jibarito en su islita triunfa/ustedes saben darle valor/lo quieren todos, lo felicitan/y lo bendicen de corazón”. Más adelante dice la plena: “Esos boricuas tienen bandera/y esa bandera es su corazón/sin franjas rojas y sin estrellas/pero repleta de bendición”. Cabe recordar que se trata de una plena, género que recoge y transmite el íntimo sentir de la población sobre aconteceres que considera importantes.
Además, algunos de esos boricuas ausentes llevaron su ideología nacionalista a Nueva York y a otros centros urbanos allá y se las arreglaron para asegurarse de mantener nexos con compatriotas independentistas y otros ciudadanos que no compartían su ideología, así como con entidades sindicales y organizaciones políticas similares, aunque no idénticas.[12] Esa interacción dio lugar a la creación de la versión bilingüe del periódico independentista Claridad en 1972.[13] Sobre la publicación del Claridad bilingüe nos cuenta una de sus ex reporteras: “Nuestro producto no era perfecto. Muchos de nosotros nos habíamos criado en Nueva York y era una lucha y un triunfo escribir en español, rescatar el idioma que el Imperialismo nos había arrebatado. Más de una vez supimos que los compañeros en la Isla decían que nuestra edición, más que bilingüe, era ‘trilingüe’. Para nosotros era parte de nuestra militancia luchar por reclamar y rescatar nuestro idioma al comunicar ideas revolucionarias. El producto no era perfecto, pero era nuestro esfuerzo máximo y ahí radicaba la satisfacción”.[14]
Afín con esa línea de supuesto rechazo en la Isla a nuestros compatriotas establecidos allá, el profesor Héctor Meléndez también trae arrastrada por los pelos a la llamada “diáspora” en una de dos reseñas que hace del libro aludido. Dice Meléndez sobre los aspectos negativos del libro: “Los errores sugieren la distancia entre los intelectuales de la diáspora y los de la Isla, en tanto una falta de colaboración parece haber impedido que se detectaran y corrigieran”. Y agrega: “Acaso por algún menosprecio hacia la diáspora entre la intelectualidad isleña, los errores han provocado críticas duras al libro, quizá incluso con alguna hostilidad, obviándose sus importantes contribuciones. Pero la relación entre los intelectuales debe ser de cooperación en vez de competencia”.[15] Es decir, que si no hubo colaboración de los intelectuales de la Isla con el autor natural de Nueva York, la forzada conclusión es que unos y otros están distanciados. Ese razonamiento dicta que aquellos historiadores residentes en Puerto Rico que encontraron en el libro exageraciones, falacias y minucias, fueron los causantes de lo que señalan por no haber sabido de la existencia del autor y no haberlo buscado para ofrecerle su colaboración si resultaba que estaba escribiendo un libro sobre Puerto Rico. Según Meléndez, por estar distanciados del autor, los autores residentes en la Isla no le ofrecieron su colaboración y por eso no pudo detectar y corregir a tiempo las fallas que le señalaron.
Afirma Meléndez que “las duras críticas” que ha recibido el libro de parte de la intelectualidad boricua se deben a que hay intelectuales que sienten “algún menosprecio hacia la diáspora” ―en obvia alusión a los autores de “las duras críticas”. Dicho lo mismo de otro modo, nada hay en el libro, más allá de errores y minucias, que justifique tales críticas. Pasa por alto Meléndez el hecho irrefutable de que el libro, más allá de errores que cualquier autor está propenso a cometer, contiene exageraciones, falsedades y datos espectaculares no verificables, así como fuentes a las que no identifica ni describe.[16] Por otra parte, difícilmente puede usted colaborar con una persona de cuya existencia no sabe y que, encima, para nada le ha pedido colaboración.
La más reciente exposición sobre la llamada diáspora en relación con el aludido libro es el artículo que Marisol Lebrón optó por titular “Diaspora, Insular Expertise, and the War Over War Against All Puerto Ricans”.[17] Brota del título cual saeta una carga negativa al contraponer “diáspora” como la tesis contra “peritaje insular” (entiéndase “la Isla”) como la antítesis y con ello concluir que la síntesis de esa contradicción es una “guerra” en torno al libro cuyo contenido defiende. Sin proveer fundamentos, Lebrón da por sentado que ese espinoso conflicto entre la “diáspora” y la Isla existe y sobre esa arbitraria suposición elabora una retahíla de insostenibles afirmaciones.
Comienza su citado escrito despachando como meras “alegaciones” (claims) el comprobado y fehaciente hecho histórico de que el jefe de la Policía colonial Elisha Francis Riggs nunca dijo lo que el autor del libro le atribuye en ocasión de la masacre que en 1936 cometieron agentes de su Policía. (Toda vez que es imposible demostrar que Riggs sí dijo que habría “guerra contra todos los puertorriqueños”, el autor y sus defensores procuran justificar la falacia con el infantil argumento de que hemos sido y somos víctimas de una guerra económica). A renglón seguido afirma que al otro extremo de esas supuestas “alegaciones” de los historiadores figuran “insinuaciones” ―las que obviamente serían absurdas por demás― en el sentido de que si alguien ha sido “periodista y ex asambleísta [sic] estatal”, como lo es el autor del libro objeto de las críticas, “no está equipado”, por el hecho mismo, “para desempeñar el papel de historiador”.
Lebrón asegura que algunas de las críticas que en la Isla le han hecho al libro tienen que ver menos con corregir errores de traducción y de contenido “y más con erigir fronteras” que delimiten a quienes se propongan investigar, teorizar y escribir sobre la situación socio-política en la Isla”. Aunque en Estados Unidos y en la diáspora boricua allá no abundan los trabajos de investigación sobre asuntos similares a los que aborda el libro en controversia, a lo largo del pasado siglo y lo que va del actual han sido escritas y/o publicadas allá obras de autores estadounidenses y boricuas sobre aspectos políticos de la Isla, además de la obra poética de contenido ideológico de boricuas de la diáspora. Algunos ejemplos de lo uno y de lo otro son Ruth M. Reynolds; los novelistas Stephen Hunter y John Bainbridge, Jr. y Robert Friedman (éste último periodista residente por años en Puerto Rico); en la diáspora: Bernardo Vega, cuyas Memorias editó el periodista y novelista César Andreu Iglesias; los periodistas Antonio Gil de La Madrid y Alfredo López; así como los poetas Emilio Pagán García, y Julia de Burgos. A ninguno de estos le erigieron fronteras los escritores residentes en Puerto Rico, aunque algunos hayan sido criticados como es usual y conveniente que suceda entre escritores. Lo que sí suele exigirse cuando de relatar la Historia se trata, es documentar adecuadamente, norma que se supone se adopte por iniciativa propia en la práctica del oficio o se adquiera en el rigor de la Academia.
Procede tener presente que “documentar” los relatos no es lo mismo que coincidir en sus interpretaciones. Por eso vemos que, al reseñar el popular libro Puerto Rico: Freedom and Power in the Caribbean, del escritor galés establecido en la Isla, Gordon K. Lewis, nos dice el historiador Manuel Maldonado Denis[18]:
Si algún defecto tiene el libro ―y yo creo que los tiene― éste no radica en la “impertinencia” intelectual del autor; en él no encontramos ese tono condescendiente y paternalista que revela sin ambages la mentalidad del “colón” frente al país colonizado. Al contrario. El libro se halla escrito con sentido agudo de nuestra idiosincrasia, con una profunda simpatía y empatía por todo lo nuestro, y con una no menos significativa solidaridad con la causa de nuestra independencia nacional. En auténtica vena radical, el doctor [Gordon] Lewis ha ido a las raíces de nuestra condición de pueblo dependiente, contribuyendo así a la desmitificación de toda una serie de problemas que se hallaban cubiertos de la maraña urdida por los elementos interesados en perpetuar nuestra situación colonial. Alejado de la objetividad espúrea que es la marca de fábrica del “Establishment” sociológico norteamericano, el autor considera como su obligación pronunciarse en favor de una determinada fórmula política para Puerto Rico: la independencia. Su libro, documentado sólidamente, es una de las mejores defensas que se han hecho en pro de dicho ideal. Que haya sido un extranjero su autor es, no sólo un reflejo de nuestra realidad, sino testimonio elocuente de la bancarrota intelectual que padecemos.[19]
Aunque Maldonado Denis encontró que el libro de Lewis está “documentado sólidamente”, más adelante en su reseña discrepó de las “observaciones” de éste sobre Albizu y el Nacionalismo. Analizó el término “fascista” y afirmó que “la mera parafernalia [en alusión a las camisas negras de los Cadetes de la República] no convierte a un movimiento político en “fascista” o “comunista”. Afirmó que era “imperativo ir más allá de lo que se decía en la época sobre el movimiento nacionalista para no caer en errores básicos de perspectiva histórica” y agregó:
Asimismo es forzoso pedirle a un intelectual como el doctor Lewis mayor precisión en el uso de los términos. De otra parte, creo que el profesor Lewis no ha comprendido el carácter específicamente latinoamericano del nacionalismo de Albizu Campos, de ese mismo nacionalismo que representan en el campo intelectual Rodó, Darío o Vasconcelos, y en el campo de la acción aquel contemporáneo de Albizu Campos que se llamó Augusto César Sandino. Es éste un nacionalismo que mira con recelo hacia el Norte y ve al Sur como guardián de los valores espirituales. Su carácter conservador es consecuencia directa de su romanticismo y de su repudio del Roosevelt de la famosa Oda de Darío. Pero es el nacionalismo precursor de los movimientos de liberación nacional hoy emergentes en todo el Sur del Hemisferio. Sandino y Albizu Campos son precursores de Fidel Castro ―aun cuando hubiesen estado en conflicto con la ideología de éste.
Lebrón alude a la supuesta existencia de “viejas tensiones” entre “los escritores/intelectuales de la isla y los de la diáspora”, tensiones que en su opinión “incluyen la territorialidad, la desconfianza y el antagonismo, en lugar de la colaboración, que a menudo marcan el intercambio intelectual entre la isla y la diáspora […]”. Para Lebrón, las críticas al libro han sido caracterizadas por un “enorme nivel de escrutinio y hostilidad” de parte de “individuos” con interés desmesurado en “corregir [la] narrativa” del autor. Se trata meramente, según Lebrón, de intelectuales con “inversiones específicas” (léase “intereses creados”) en torno a cómo se narra la historia de Luis Muñoz Marín y de Pedro Albizu Campos, por lo que se empeñan en “desacreditar el libro y a su autor”. Mientras tanto, el documental en progreso que orgullosamente exhibe el título de Nuyorican Basquet [20] es un elocuente reconocimiento de la valiosa aportación de la diáspora boricua en Estados Unidos al desarrollo del baloncesto de hombres y un merecido homenaje a los talentosos baloncestistas denominados entonces “nuyoricans” sin carga negativa alguna, los que no sólo nos obsequiaron su peculiar estilo de juego, sino que en 1979 constituyeron nuestra selección nacional.
Además, Lebrón señala categóricamente que no hay fundamento alguno para “tomar en serio” las “correcciones” de los historiadores en la Isla pues, a su juicio, el propósito de esos historiadores es el de “cuestionar implícita y explícitamente el derecho de la diáspora a involucrarse en la política de la Isla”. Según la citada educadora universitaria, dos de esos historiadores se han autoproclamado “los protectores de la Verdad Histórica” al tiempo que proyectan al autor como un “astuto buscón [sly con-man, (sic)] de Nueva York” enfrascado en vender libros.[21] Su propósito, sostiene, es el de “mantener a la diáspora en su sitio, como quien dice ―o sea, fuera de la Isla, afuera”. En momento alguno dentro de su extensa apología y su catálogo de especulaciones insostenibles siquiera intenta Lebrón refutar punto por punto o siquiera selectivamente cada uno de los señalamientos de estricto contenido histórico que como estudioso de las luchas de Albizu le he hecho al libro en lo que a este personaje histórico concierne. Tampoco ha intentado refutar los señalamientos, también de orden histórico, que ha hecho públicamente la escritora Margarita Maldonado Colón, nieta de otro de esos personajes de nuestra Historia, conocido como Águila Blanca.[22] Incluso ha optado por ignorar por completo, como lo han hecho muchos líderes independentistas puertorriqueños ―sobre todo, prominentes abogados―, el vínculo profesional del autor del libro con la firma de abogados Donovan, Leisure, Newton & Lombard que fundó en la ciudad de Nueva York William (“Wild Bill”) Donovan, iniciador de la OSS (Office of Strategic Services) y considerado “el padre de la CIA”. En ese bufete prestó servicios también, entre 1947 y 1950, William Colby, director de la CIA entre 1973 y 1975.[23] En 1950 Colby dejó el bufete de Donovan para ingresar en la CIA. Aunque estos datos históricos podrían cuando menos darles una voz de alerta a historiadores y a otros conocedores de la represión del independentismo puertorriqueño, Lebrón más bien insiste en su posición de que las críticas al libro se deben al prejuicio de los escritores de la Isla contra los “de afuera”, los de “la diáspora”, más aún porque el autor en cuestión es “mitad cubano”.
Por si fuera poco, Lebrón incluso le atribuye malas intenciones al hecho de que dos de esos historiadores escribieran sus comentarios, además, en inglés. Sus juicios previos le impiden pensar que el propósito de escribir los comentarios, además de en español, en inglés, haya sido para beneficio de aquellas personas de esa diáspora, compatriotas nuestros, que no dominan el español. Mientras insiste en imprimir en sus lectores la idea de que la diáspora boricua y sus compatriotas residentes en la Isla son enemigos, con esta alusión a la condición de cubano-boricua del autor del criticado y elogiado libro, Lebrón añade, prefiero suponer que sin proponérselo, un elemento que podría sembrar discordia, además, en la diáspora cubana hacia los boricuas de la Isla. A propósito de la diáspora cubana, concentrada en la provincia de la Florida, es de esperarse que su fragmentación por causas ideológicas se profundice luego de los significativos cambios del gobierno estadounidense en su política hacia Cuba, los que el sector conservador rechaza de plano y de los cuales el partido demócrata espera ser uno de los directos beneficiarios. Toda vez que Lebrón opta por no ofrecernos los fundamentos de sus espectaculares afirmaciones, las mismas no pasarán de ser una mera ristra de especulaciones introducidas en su escrito a puros marronazos. Está por verse cómo habrán de figurar en el andamiaje los recién autodenominados “diasporicans”.
Cito a continuación a Lebrón sin traducirla al español de modo de conservar intactos el talante y el tono con los que opta por implicar que tanto los escritores de la Isla que hemos criticado el libro aludido como los periodistas que han estado documentando el período que el mismo cubre, padecemos de una especie de complejo de inferioridad. Afirma Lebrón:
Despite the flaws in Ferrao and Aponte Vázquez’s approaches towards Denis, it is important to note that scholars from the island are routinely marginalized by U.S.-based academics and journalists who often rely almost exclusively on U.S.-based Puerto Ricans as “experts.” Perhaps we can understand Ferrao and Aponte Vázquez’s reactions to the unquestioned acclaim of War Against All Puerto Ricans as a frustration over the fact that island-based scholars and journalists who have been documenting this period in Puerto Rican history have received scant attention outside of Puerto Rico. And indeed, island-based scholars hoping to break into the mainstream U.S. publishing market would most likely not be forgiven for making some of the errors that Denis makes in his book. In this sense, it is easy to understand some of the anger and frustration emanating from island-based intellectuals, which forces us to ask how we in the diaspora might contribute to the marginalization of island-based Puerto Ricans by not working to amplify their voices as knowledge producers. Nonetheless, it is unfortunate that Ferrao and Aponte Vázquez draw attention to Denis’ errors in a way that attacks Denis’ subjectivity in order to reassert their own expertise.
En fin, negar que hayan existido y hasta que todavía puedan existir prejuicios y conductas discriminatorias hacia los boricuas “de allá” de parte de insensibles boricuas de la Isla sería tan ilusorio como descabellada es la arbitraria insistencia de los apologetas del susodicho libro en que no importa cuán documentadamente un escritor residente en Puerto Rico critique a un escritor boricua establecido en las entrañas del monstruo, su crítica se debe meramente a que está en contra de la diáspora boricua ―así como a un complejo de inferioridad. Semejante posición, venga de la calle o de la Academia, sólo logra sembrar discordia donde no exista y cultivarla donde haya germinado.
Ante la honda crisis económica, política y social que corroe a la nación boriqueña y profundiza el desasosiego entre los más vulnerables de sus miembros doquiera que estén, la solidaridad entre los presentes y los ausentes es tanto más necesaria. La dispersión, la desconexión, el apartamiento que la discordia y los antagonismos nos causen en el actual momento histórico, beneficiarán solamente a la clase dominante estadounidense. #
[1] En adelante, el término “Estados Unidos” se refiere a Estados Unidos de Norteamérica.
[2] Jorge Duany, “Juan Flores y los ‘diasporicans’”, en “Punto Fijo”, http://www.elnuevodia.com/opinion/columnas/juanfloresylosdiasporicans-columna-9882/, 10 dic 2014. Accedido en 1ro dic 2015. Duany atribuye el neologismo a la poeta María Teresa Fernández.
[3] http://www.elnuevodia.com/opinion/columnas/florirricansencrecimiento-columna-2111621/, 14 oct 2015. Accedida en 1ro dic 2015.
[4] Véase: Pedro Aponte Vázquez, The Unsolved Case of Dr. Cornelius P. Rhoads: An indictment. San Juan: Publicaciones RENÉ, 2005.
[5] Véase: Pedro Aponte Vázquez, ¡Yo acuso! Y lo que pasó después. San Juan: Publicaciones RENÉ, 2008, edición ampliada.
[6] Véase: Pedro Aponte Vázquez, Locura por decreto: El papel de Luis Muñoz Marín y José Trías Monge en el diagnóstico de locura de don Pedro Albizu Campos. San Juan: Publicaciones RENÉ, 2005, 2da edición, ampliada.
[7] <http://www.latinorebels.com/2015/05/26/histeriografia-de-la-primera-venida-war-against-all-puerto-ricans/: (Extraído en 23 nov 15. Subrayado nuestro).
[8] Ibid.
[9] Véase: http://www.enciclopediapr.org/esp/article.cfm?ref=06082920. Accedido en 27 nov 2015.
[10] “Claridad bilingüe, Introducción”, Claridad, 14 julio 2009. http://www.claridadpuertorico.com/content.html?news=7B1581F6304856266FC99C288EB0DECD. Accedido en 28 nov 2015.
[11] https://www.youtube.com/watch?v=_eS8LzJoQR8
[12] Así lo demuestran los nexos con el congresista de ascendencia italiana Vito Marcantonio y con el partido comunista de Estados Unidos. Un informe confidencial dirigido a Hoover el 29 de diciembre de 1943 cita textualmente en toda su extensión un mensaje de solidaridad con Albizu, Juan Antonio Corretjer y el Pueblo de Puerto Rico, que apareció publicado en la edición del 19 de junio de 1943 de Pueblos Hispanos, bajo las firmas de William Z. Foster y Earl Browder, Presidente y Secretario General, respectivamente, del Partido Comunista de Estados Unidos. Indicó el autor del informe que dicho artículo demostraba la “estrecha conexión” entre ambos partidos. Pedro Aponte Vázquez, Albizu: Su persecución por el FBI. San Juan: Publicaciones RENÉ, 3ra ed., 2010, pág. 54.
[13] Comenzó a circular en marzo de 1972. Véase: Digna Sánchez, “Claridad bilingüe: la voz de la diáspora Boricua en lucha en ‘las entrañas’”, en Claridad, 14 julio 2009. http://www.claridadpuertorico.com/content.html?news=7B129A9D304856266F6327AE520F4B47. Accedido en 28 nov 2015.
[14] Maritza Arrastia, “Las amanecidas de Claridad bilingüe”, Claridad, 14 julio 2009. http://www.claridadpuertorico.com/content.html?news=7B0DA8BF304856266F544370929ABD55. Accedido en 28 nov 2015.
[15] <http://www.80grados.net/war-against-all-puerto-ricans/> (Accedido en 23 nov 2015. Subrayado nuestro).
[16] Véase: http://pedroapontevazquez.com/guerra-contra-quien/ y http://pedroapontevazquez.com/sobre-la-novela-guerra-contra-todos-los-puertorriquenos/
[17] Marisol Lebrón, “Diaspora, Insular Expertise, and the War Over War Against All Puerto Ricans”, <http://larespuestamedia.com/diaspora-war-ricans>. Accedido en 20 nov 2015.
[18] Maldonado Denis fue profesor de Ciencias Políticas y Director de la Revista de Ciencias Sociales, Facultad de Ciencias Sociales, Universidad de Puerto Rico. En su libro, Lewis se autodenominó “impertinente” por escribir sobre la historia política de Puerto Rico.
[19] Gordon K. Lewis, Puerto Rico, Freedom and Power in the Caribbean (New York: Monthly Review Press, 1963), 626 págs. http://rcsdigital.homestead.com/files/Vol_VIII_Nm_2_1964/Maldonado.pdf, pág. 201. Obtenido en 26 nov 2015. Subrayado nuestro.
[20] Véase: <http://centropr.hunter.cuny.edu/centrovoices/current-affairs/nuyorican-basketball-Puerto-rico-game-changing-documentary>. Accedido en 1ro dic 2015.
[21] Me abstengo de refutar cada una de las afirmaciones de Lebrón contra mi persona. Dejaré que mi labor de investigación histórica lo haga por mí.
[22] Comentarios colgados en su página de Facebook, 19 julio 2015.
[23] http://www.nytimes.com/1996/05/07/us/william-e-colby-76-head-of-cia-in-a-time-of-upheaval.html?pagewanted=2. Accedido en 2 ene 2015.
¿INDEPENDENCIA A LA TRÁGALA?
Examinemos con cuidado lo que recién ha estado ocurriendo y ocurra en Puerto Rico y en la metrópoli en el ámbito político por si los mismos apuntan o sugieren apuntar hacia la probable decisión de la clase dominante yanqui de deshacerse de nuestro territorio nacional por verlo ya como puro bagazo.
Mi visita al Archivo Central de la Fundación Rockefeller
Vista parcial del edificio que alberga (o albergaba para 1979) al Centro de Archivos de la notoria Fundación Rockefeller en Hillcrest, Pocantico Hills, North Tarrytown, N.Y. Allí localicé en aquella época numerosos y muy valiosos documentos pertinentes a los asesinatos que el Dr. Cornelius Packard Rhoads confesó haber cometido en Puerto Rico en 1931, asunto sobre el cual he escrito extensamente desde entonces. El Mago de las Falacias no estuvo allí durante sus 40 años de investigación –y después tampoco– según se deduce de su libro. A la derecha, la factura que me sometió el Archivo por las copias que obtuve de los documentos.
En esa ocasión me acompañaron Judith Ortiz Roldán y el Prof. Antonio Nadal, de Brooklyn College, City University of New York. Fue Antonio quien gustosamente nos transportó en su vehículo y disfrutó de aquel proceso. Creo que todavía, al recordarlo, lo disfruta.
Sobre Experimentos con Radiación en Humanos
Radiación en Humanos: Publican Informe Sobre Experimentos
© Pedro Aponte Vázquez
(Publicado en Claridad, 22-28 marzo, 1996, pág. 14)
El Ejército de Estados Unidos mantenía un contrato con el Instituto Sloan-Kettering de Nueva York, antes Memorial Hospital, para conducir experimentos con radiación en humanos durante la década del 50, cuando el doctor Cornelius P. Rhoads era director de esa entidad de la familia Rockefeller, según lo revela el recién publicado Informe final del Comité asesor sobre experimentos con radiación en humanos.
El Informe cita de un boletín semanal del llamado Departamento de Defensa (antes, de Guerra) del 16 de noviembre de 1959 en el cual el Pentágono da a conocer la “renovación” de dicho contrato y expresa la esperanza de que los experimentos del Sloan-Kettering le provean al Ejército “respuestas” sobre los efectos de la radiación en humanos.
En dichos experimentos, los investigadores irradiaban todo el cuerpo, por lo que se les denominaba TBI (Total Body Irradiation).
Según el Informe, el Sloan-Kettering había participado en experimentos similares para el Proyecto Manhattan entre diciembre de 1942 y agosto de 1944 y, entre los años de 1954 y 1961, más de veinte pacientes fueron sometidos allí a experimentos de TBI.
El Sloan-Kettering, además, hizo durante ese período un estudio para el mal llamado Departamento de Defensa sobre los “efectos agudos de la radiación en humanos”. Señala el Informe, que el Sloan-Kettering “era un prominente centro de investigación del cáncer en Estados Unidos y tenía una larga historia en usar y experimentar con TBI” (énfasis del autor).
Aunque el Informe no lo menciona, sabemos que el doctor Rhoads fue director del Memorial Hospital entre el año de 1940 y su ingreso en el ejército durante la “segunda guerra mundial” y del Sloan-Kettering desde el año de 1945 hasta su muerte en el 1959. Así lo revela el obituario que publicó entonces el diario The New York Times.
El obituario dice, además, que Rhoads era simultáneamente asesor médico de la Comisión de Energía Atómica (CEA), antes Proyecto Manhattan, y que en el año de 1945 fue condecorado por su contribución al desarrollo de la guerra química.
El doctor Cornelius P. Rhoads fue el médico investigador que la Fundación Rockefeller envió a Puerto Rico en junio de 1931 con el propósito de repetir aquí con humanos un experimento sobre la anemia que otro médico había hecho en California con perros. Cinco meses después de llegar a Puerto Rico, Rhoads le confesó en una carta manuscrita a su amigo Fred Waldorf Stewart, alias “Ferdie”, que había asesinado a ocho personas y, además, les había trasplantado el cáncer a varias más.
Rhoads nunca fue interrogado y mucho menos acusado.
Dos décadas después, según revela el Informe, la Fundación Rockefeller participó en el Proyecto Sunshine, de la CEA, para obtener subrepticiamente muestras de restos humanos en el extranjero, donde la Fundación tenía (y tiene) muchos “contactos”.
El hecho de que el Sloan-Kettering haya estado involucrado en experimentos con radiación en humanos para el Ejército, fortalece la teoría que expuse en el año de 1983 en el sentido de que el asesino Rhoads puede haber sido el autor intelectual de la tortura y el asesinato de don Pedro Albizu Campos por medio de la radiación, pues hace evidente su relación con ese tipo de experimentos, su acceso a sustancias radiactivas y su conocimiento de las interioridades de la mafia nuclear (Vea: “¿Asesinó Rhoads a Albizu?”, CLARIDAD, 14-20 enero, 1983, pág. 16, reproducido en Crónica de un encubrimiento: Albizu Campos y el caso Rhoads, págs., 100-101) Esto no necesariamente significa, sin embargo, que la exposición de Albizu a la radiación haya constituido un experimento científico formal del gobierno de Estados Unidos.
El referido Informe, de 925 páginas, es el resultado de un estudio minucioso y amplio conducido durante 18 meses por encomienda directa del presidente Bill Clinton al referido Comité asesor por motivo de las revelaciones del propio Departamento de Energía en torno a los miles de experimentos con humanos realizados en Estados Unidos desde la década del 40 hasta la del 70.
En esos experimentos, los investigadores científicos sometieron a hombres, mujeres, niños y comunidades enteras a la radiación sin su conocimiento o sin un consentimiento debidamente informado.
El estudio, sin embargo, abarcó mucho más, pues incluyó otros experimentos de décadas anteriores que no fueron necesariamente con radiación, pero fueron igualmente lesivos a la dignidad humana.
El Informe constituye en verdad un extraordinario Mea Culpa del gobierno de Estados Unidos, profundamente preocupado por su convencimiento de que ha perdido la confianza del Pueblo norteamericano en sus entidades públicas y en la comunidad científica.
El Comité asesor atribuye esa pérdida de credibilidad a la alta secretividad ―la que califica de “generalmente exagerada y muchas veces innecesaria”―, con la cual las agencias federales y las entidades privadas contratadas llevaron a cabo sus proyectos de investigación científica durante más de medio siglo.
El Informe se ocupa de recalcar del modo más inequívoco la ya confirmada práctica del gobierno federal de mentirle al público no sólo sobre la existencia misma de los experimentos o de la naturaleza de los mismos, sino, peor aún, sobre los riesgos y peligros inminentes que representaban. A tales efectos dice que:
“Desde su origen en el año de 1947, la CEA decidió mantener secretos los experimentos del Proyecto Manhattan sobre la base de su preocupación por los ‘efectos adversos en la opinión pública’ y posibles ‘pleitos judiciales’, aun cuando la seguridad nacional en sí no estuviera invocada expresamente”.
Entre los numerosos ejemplos que el Informe menciona sobre la práctica de engañar, figura el de un estudio sobre la exposición de mineros de uranio al radón en el año de 1955 con el fin de determinar la incidencia de cáncer pulmonar entre alrededor de 1,500 trabajadores de unas 300 minas.
Un científico de la Universidad de Rochester, Louis Hempelmann, le sugirió a la División de Biología y Medicina de la CEA que la persona que fuera a conducir el estudio dijera que representaba a una compañía de seguros de vida. Explicó Hempelmann:
“No sé si estas ideas son del todo útiles. Es más difícil encontrar una excusa para estos trabajadores individuales de lo que es en el caso de pacientes que fueron tratados por esto o lo otro en un hospital. Creo que a alguien con imaginación podría ocurrírsele una idea mejor que las que he tenido hasta la fecha”.
Los autores del Informe no pasan por alto la implicación del comentario de Hempelmann en el sentido de que no era sólo a los trabajadores a quienes los médicos investigadores engañaban, sino a los pacientes también, “y con mayor facilidad”.
Indican, además, que el comentario es “particularmente chocante” por venir de quien, como asesor de Robert Oppenheimer, propuso el experimento con las inyecciones de plutonio en humanos y después de la guerra fue profesor de radiología experimental en la Universidad de Rochester, importante contratista biomédico de la CEA.
“Así, pues,” agregan, “si la declaración es reflejo de la disposición para engañar a los pacientes, se trata de la declaración de un doctor que está en medio de la comunidad biomédica de la CEA y fue hecha nada menos que directamente a la dirección de la División de Biología y Medicina de la CEA“.
El director de la referida división de la CEA, Charles Dunham, coincidió con Hemplemann en que había que engañar a los mineros y se optó por decirles que el estudio era parte de un “abarcador programa” cuyo fin era asegurarse de que “los controles de seguridad [… fueran] absolutamente perfectos”.
La CEA les aseguró no tener la menor duda de ello, pero que necesitaba “documentar este hecho para el expediente”.
El Comité asesor critica sin rodeo alguno la práctica arbitraria de las fuerzas armadas y de la CEA de impedir la divulgación de documentos que deben estar disponibles para el público. Cita el Comité la regla que dispone la clasificación de “Confidencial” de un documento cuando contiene información que, “aunque no ponga en peligro nuestra seguridad nacional, pueda ser perjudicial para los intereses o el prestigio de la Nación, de un individuo o de cualquier actividad del gobierno o pueda ser ventajosa para otra nación” (énfasis en el Informe, pero no en el documento original de la CEA).
Esa regla, promulgada por el Ejército en el año de 1936, fue ampliada subsiguientemente para incluir documentos que pudieran ser “embarazosos”. Cuando se dan esas circunstancias, un documento puede ser clasificado como “Secreto” o “Confidencial”.
El Informe confirma que el gobierno de Estados Unidos ha utilizado las clasificaciones de “Secreto ” o “Confidencial” no sólo para proteger su “seguridad nacional”, sino también con el propósito de evitarse pleitos judiciales, situaciones “embarazosas” y hasta reclamos de condiciones más seguras de trabajo o de compensación económica por riesgo ocupacional por parte de uniones obreras.
Ante tales circunstancias, pues, es lógico suponer que el gobierno de Estados Unidos habrá de suprimir durante muchos años más cualesquiera documentos que tenga en torno a la tortura y el asesinato de don Pedro Albizu Campos, sobre todo cuando el Comité asesor admite en su Informe que la Agencia Central de Inteligencia de Estados Unidos y el propio Departamento de Energía han destruido miles y miles de documentos “comprometedores”. #
Is there a subliminal message in WAAPR?
I wonder if a book titled “WAR AGAINST ALL PUERTO RICANS” that is aimed at the U. S. market amidst a xenophobic campaign, carries with it a sort of subliminal message.
Maybe that likely subliminal message explains the book’s extraordinary success in the metropolis. Its success here in Puerto Rico, despite its numerous fallacies, is due to the joy that such a title brings to those who see its large uppercase white letters against a red background from another perspective: that of a colonized people who, for that very reason, behave the way they do.
One may wonder, on the other hand, how a book titled WAR AGAINST ALL JEWS, with large, uppercase white letters against a red background, full with lies and illustrated with the inert bodies of Jews that have bled to death would be received.
And following that line of questioning, how would Black people in the U. S. react to a book with a cover designed the same way and also with defamatory lies, but titled “WAR AGAINST ALL AFROAMERICANS” and illustrated with the corpses of Black people laying around? Would they praise it before a monument erected in memory of Paul Robeson, Martin Luther King, or Malcolm X?
¿Hay un mensaje subliminal en WAAPR?
¿Llevará un mensaje subliminal un libro con el título de “WAR AGAINST ALL PUERTO RICANS” dirigido al mercado de Estados Unidos en medio de una campaña xenófoba en ese país?
Tal vez ese probable mensaje subliminal explique la acogida que ha tenido el libro en la metrópoli. Su acogida acá en Puerto Rico, a pesar de sus numerosas falsedades, se debe al regocijo que semejante título les causa a quienes ven sus grandes letras mayúsculas blancas sobre fondo rojo desde otra perspectiva: la de un Pueblo colonizado que, por eso mismo, es como es.
Cabe indagar, por otra parte, qué acogida tendría allá mismo un libro de título “WAR AGAINST ALL JEWS”, en letras mayúsculas grandes y blancas sobre fondo rojo, repleto de falsedades y, abajo, cuerpos inertes de judíos desangrados…
Y, siguiendo esa línea inquisitiva, ¿cómo reaccionaría la gente negra de Estados Unidos a un libro de título diseñado de modo similar y con falsedades difamatorias, pero que aludiera a WAR AGAINST ALL AFROAMERICANS y estuviera ilustrado con los cadáveres de personas negras regadas por el pavimento? ¿Lo presentarían ante un monumento erigido a Paul Robeson, a Martin Luther King o a Malcolm X?
ENTREVISTA con el escritor Pedro Aponte Vázquez
Por Wenceslao Marín Shaw
Si todos supieran que la puntualidad en los compromisos es en el entrevistado una de esas características que solemos denominar “manías”, no tendría que decir que llegué puntualmente a mi cita en su casa aquella calurosa tarde de septiembre. Él se había ocupado de advertírmelo con una concisa anécdota: Una noche fue a sostener una charla con vecinos de Aguas Buenas. La misma estaba anunciada para comenzar a las 7 de la noche y la comenzó precisamente a esa hora. Debido a la costumbre nuestra de convocar para una hora a sabiendas de que se comenzará alrededor de una hora más tarde, cuando la charla terminó y ya él salía del edificio, seguían llegando personas.
Motivó la entrevista el hecho de que Los libros de la Iguana, una dinámica editorial nativa que opera sin fines de lucro, lo incluyó entre cincuenta autores de cuentos en una antología de reciente publicación titulada Cuentos puertorriqueños en el nuevo milenio. Aunque ya había leído y disfrutado algunos cuentos suyos, sabía que la ficción no era parte de su formación; que su preferencia ha sido siempre la búsqueda y divulgación de datos pertinentes a la vida y muerte del prócer Pedro Albizu Campos y al ya notorio caso Rhoads; en fin, que por décadas se ha dedicado a la exposición desnuda de la realidad: directa y sin adornos, de espaldas a lo ficticio. Por eso quise averiguar más; quise saber sobre las causas de ese brusco cambio de actitud ante la ficción y, de paso, algunos detalles más.
―Es probable que entreviste a otros autores que aparecen en la antología y comienzo con usted porque es uno de los pocos que conozco personalmente y, sobre todo, sin duda es el que conozco mejor.
―A eso le llaman, en ventas, acudir al green grass.
―Ya que lo menciona, me recuerda que en una época usted fue vendedor; fue agente de seguros de vida.
―Así es. Fui agente de seguros, pero no de una entidad capitalista y extranjera, sino de la Cooperativa de Seguros de Vida de Puerto Rico de la cual el gerente general me botó como bolsa al cabo de dos años.
―No conocía ese detalle.
―Pues así fue. El gerente general me rescindió el contrato porque defendí al gerente de ventas, a quien él comenzó a hostigar luego de enterarse de que era independentista. Pero antes de tener efecto la expulsión le hice un piquete. Fue un piquete solitario porque ningún otro agente se sintió… digamos: motivado a participar. Coloqué dos cartelones en un palo: anverso y reverso, de modo que, mientras caminaba por la acera al frente del edificio, siempre estaba visible una consigna para cada lado. Una era: “Junta de Directores y Contralor, Sellos de Goma del Administrador”. No recuerdo la otra.
―He visto que sirvió en la Fuerza Aérea en su juventud.
― Sí. En febrero de 1956 ingresé voluntariamente en la Fuerza Aérea yanqui sin haber terminado siquiera la escuela superior contrario a la orientación que había recibido de mi hermano mayor, quien había sido teniente del ejército y había optado por la vida civil a pesar de tener la distinción de “RA” o “Regular Army Officer”. Me aseguró que sería mucho más difícil la vida militar para mí sin entraba como recluta en lugar de esperar a graduarme de la Universidad y entrar como oficial. Mencionó su propio ejemplo, que a pesar de ser oficial con la oportunidad de ascender sistemáticamente, había optado por la vida civil. Pero el caso es que me faltaba año y medio para siquiera terminar la escuela superior y ya las clases me aburrían. Para esos días prefería quedarme en casa estudiando lo que me interesaba. Por la influencia de mi amigo Jaime Vélez Estrada, quien estudiaba Humanidades en la Universidad de Puerto Rico en Río Piedras, me interesé en la filosofía y leí El criterio, de Jaime Balmes, además de Demócrates Segundo: O sobre la justas causas de la guerra contra los indios de Juan Ginés de Sepúlveda. Como siempre me gustaron las matemáticas, hacía y resolvía complejos problemas de álgebra. Le agradecí la orientación, por supuesto, pero ya no me atraía la escuela y como no soportaba el curso de historia general, me fui. Aunque de primera intención, no más iniciado el adiestramiento básico me arrepentí, unos años después me alegré de haberlo hecho. ¿Qué querías saber de mi entremetimiento en el campo de la ficción? ¿Esa es la agenda, no?
―Si, pero por supuesto que quiero saber por qué se alegró de haber mantenido su decisión.
―Debes suponer que fue mucho lo que aprendí, pues tenía menos de 17 años de edad en febrero de 1956, cuando entré. Recién cumplidos los 17 estaba desembarcando en Bremerhaven, en Alemania, luego de una travesía desde Nueva York. Creo que duró nueve días, pero me pareció infinita, hasta hacer escala por unas horas en Inglaterra. Había que hacer guardias de cuatro horas por las noches en altamar ―supuse que por aquello de constantemente inculcar la disciplina militar― y me pareció interesante encontrarse uno sobre cubierta pasada la medianoche, inmerso en total oscuridad. Solamente me tocó hacer guardia una noche conjuntamente con un mexicano, pero rompiendo noche de 12 de la medianoche a 4 de la mañana. Como sabíamos que aquello era como un juego y seguros de que nos habían reservado el peor turno por ser hispanos, acordamos dividirnos la vigilancia equitativamente, más como simbólico desquite que como alivio para la trasnochá’. A las 2 lo desperté, dormí en la cubierta hasta las 4 y en vano traté de seguir durmiendo después en mi litera. En Alemania nos montaron, no sé a cuántos, en un tren hacia París y de allí fui a parar a la base militar de Bordeaux en Merignac. El militar viaja con unos papeles llamados “órdenes” donde se le informa medio en clave con siglas y palabras mutiladas, lo que ha de hacer, cuándo ha de hacerlo y a qué hora. En una de las paradas que hizo ese tren compré por una ventana una botella de cerveza, para mi sorpresa, caliente. Desgraciadamente, estuve solamente 17 meses en Francia porque, según rumores, Charles De Gaulle no quería militares yanquis en su país, por lo que optó por echarlos de allí y recuperar el control de la base. La versión oficial era que Estados Unidos se iba de la base para economizar.
―Supongo que aprendió francés…
―Había empezado a estudiar italiano por mi cuenta por su gran parecido con el español, pero en el barco repartían unos opúsculos para aprender diferentes idiomas europeos y, como iba para Francia, empecé a estudiar el francés. Ya establecido, hice amistad con los civiles franceses y españoles que trabajaban en la base, sobre todo, los obreros y los operadores de la “Cantina francesa”, la cafetería donde los civiles disponían de sus comidas y bebidas favoritas. En ese ámbito aprendí algo del francés con ellos. Otro recurso para aprender el idioma fue la lectura de noticias en los periódicos Le Monde y Le Figaro acompañado del Petit Larouse. Además, aprendí mucho con una amiga francesa, Claude Barthélémey quien sabía inglés y hablaba el español con fluidez. Cuando llegué a Francia, a mediados de 1956, estaba en todo su apogeo la lucha de independencia de Argelia y en algún momento noté la existencia de una campaña de boicot de los argelinos a los comercios franceses. Las autoridades militares yanquis empeñadas en procurar la seguridad de sus tropas, les prohibieron visitar establecimientos en ciertos vecindarios donde vivían argelinos, lugares que declararon off limits. Como al cabo de unas pocas semanas podía comunicarme en francés con no mucha dificultad, esos eran entonces los lugares a los que más deseaba acudir, precisamente porque uno no se encontraba con yanquis. Convencí de eso a un amigo de apellido Daniels, de la provincia de Nueva Jersey, veterano de la llamada Segunda Guerra Mundial. Sería unos diez años mayor que yo y era lo que ahora denominan afroamericano. Una noche que compartíamos tranquilamente en una de esas barras, vimos entrar lentamente a dos policías militares yanquis. Habíamos acordado que si eso sucedía comenzaríamos de inmediato a hablar francés, pues él sabía suficientes frases aprendidas en Francia poco más de una década antes, y así lo hicimos. Los policías militares caminaron con su característica arrogancia, mirando a un lado y el otro entre los presentes, hasta que se marcharon. Por supuesto, celebramos su partida con alegres carcajadas y la jubilosa solidaridad de los argelinos. Unos meses después llegó el momento de prepararme para regresar a Estados Unidos para luego de un mes de vacaciones en Puerto Rico reportarme a la base aérea Patrick en Cocoa Beach, Florida.
―Ya hemos tocado algo de su trasfondo. Entrando ahora en el tema de la literatura, ¿qué es un escritor?
―Permíteme agregar que a la edad de seis años vi a un vecino pasar corriendo calle abajo, desbocado, por enfrente de mi casa enarbolando una bandera yanqui, un espectáculo que me causó una desagradable impresión que perdura. Le pregunté a mi mamá por qué lo hacía y me dijo que estaba celebrando que había terminado la llamada Segunda Guerra Mundial.
―Como esta entrevista es para sobre ella escribir un artículo de fondo, no importa desviarse uno un poco aquí y allá, pero volvamos a mi pregunta de “qué es un escritor” y luego me dice por qué optó por el campo de las ventas y, sobre todo, de algo intangible como lo es el seguro de vida.
―A la pregunta de qué es un escritor, solamente puedo decirte que lo es quienquiera que dedica tiempo y esfuerzo a realizar una obra por medio de grafías con el fin de divulgarla. Es lo mismo que preguntar qué es un artesano, una pintora, un músico, una traductora, un columnista, una poeta: solamente el medio varía. En uno y otro caso, varía, además, el grado de aceptación de parte del público al que la obra va dirigida, pero no deja de serlo por razón de recibir una pobre aceptación.
―¿Cuál es, en general, la función del escritor o escritora, si es que tiene alguna función? y, de tenerla, ¿se la asigna la sociedad?
―No sé qué decirte sobre la función en general del escritor o escritora y si se la asigna o no la sociedad. Lo que puedo decir es que quien siente la compulsión innata de escribir para divulgar y nace y vive en una nación que ha sido invadida y ocupada militarmente tiene el deber de encomendarse a sí mismo el usar la palabra escrita como instrumento de lucha contra las fuerzas invasoras. La sociedad en general, por su parte, así como sectores de la intelectualidad y los lacayos del opresor, alegarán que la literatura, o sea, lo que los escritores producen, debe tener de finalidad el mero cultivo del espíritu y algo de entretenimiento en el que ocupar el ocio. Sobre la pregunta anterior que quedó en el aire sobre qué me llevó a optar por el campo de las ventas… mi primer empleo al graduarme de Ciencias Sociales de la Universidad de Puerto Rico fue en la división de clasificación y retribución de la Oficina de Personal del gobierno central, el edificio de la cual estaba contiguo a La Fortaleza. Eso fue en agosto de 1963. El año siguiente me arrimé al PIP durante la campaña electoral, de lo que me alegro porque tuve la oportunidad de compartir con don Gilberto Concepción de Gracia en mítines y otras actividades e incluso en su residencia en la calle Bouret de la parada 26 en Santurce. Ese año no sólo asistí a los educativos mítines y cine-mítines del PIP, sino que llegué a hablar en la tribuna en mi pueblo natal de Gurabo en presencia de mi abuelo materno. Por supuesto, aunque era empleado público, adopté como muchos otros compatriotas la costumbre de llevar un alfiler de nuestra bandera en la solapa del gabán. Eso se puso de moda entre líderes del Partido Popular décadas después, pero en aquella época era un sacrilegio. Por consiguiente, fui objeto de persecución en el empleo, por lo que renuncié y opté por la libertad que disfruta quien se dedica a la venta directa, con todas sus onerosas complicaciones.
―Pues bien, vamos al meollo: ¿qué es lo que hace que una persona que se ha dedicado a narrar documentadamente episodios de nuestra Historia basado en gran medida en fuentes primarias, se convierta súbitamente en narrador de ficción?
―Entre quienes lo han hecho, cada cual tendrá su explicación. Ahora bien, comienzo con aclarar que en mi caso no se trata de un cambio brusco. Aunque, como bien has dicho, me dediqué durante décadas a la investigación histórica, en el transcurso de esos años me atreví a tocar la ficción al menos con un palo largo, si bien fue esporádicamente. Durante esos años resistí la insistencia de buenas amistades que me instaban a abordar la ficción así como hubo familiares que querían verme totalmente desvinculado del tema que me ha apasionado y que todavía me apasiona; el asunto al cual me he dedicado como periodista independiente y al que me he dedicado recientemente aun en el campo de la ficción. Comencé en Nueva York cuando, desempleado, pude dedicar tiempo a observar con paciencia de felino. En los edificios viejos de la ciudad suelen abundar unas cucarachitas con una gran capacidad de desplazamiento a alta velocidad. Salen de noche a buscar agua y alimentos y desaparecen rápidamente en todas direcciones si de pronto se ilumina el sitio donde están. Una mañana noté que algunas se habían quedado adheridas al pegamento de un pedazo de cinta adhesiva y luchaban por liberarse. Eso me sugirió que, ya que la cinta adhesiva las atraía, era un mejor método para combatirlas que el uso de insecticidas así que comencé a colocar pedazos de esa cinta en lugares estratégicos. De ese modo las combatí, pero además, me cercioré de que luchan por la libertad hasta la muerte. Entonces escribí lo que los intelectuales quizás denominarían un “microcuento”.
―En “Flor de la mañana”, el cuento suyo que el escritor Reynaldo Marcos Padua seleccionó para la antología, es evidente esa especie de simbiosis literaria en la que la historiografía, la ficción, la ideología y hasta la pedagogía se nutren sutilmente a través de un hilo conductor que surge del erotismo para estar presente de principio a fin. Es forzoso preguntar entonces ¿cuán autobiográfico es ese cuento?
―¿Y qué importancia tiene eso para efectos del expresado motivo de tu entrevista?
―Es que los periodistas siempre procuramos anticipar lo que nuestros lectores probablemente querrán saber aparte de lo que sea el propósito inicial o primordial de una entrevista.
―Sólo te digo que ya me lo han preguntado y que el cuento es más autobiográfico de lo que me interesa admitir. Sin embargo, en lo que a mi criterio respecta, lo relevante es el hecho de que opté por recurrir a la ficción porque me convencí de que es un medio más que tengo a mi disposición para aportar a nuestra centenaria lucha por la recuperación de nuestra soberanía nacional. Quienes creamos realidades por medio de la narración deliberada de falsedades imaginadas nos nutrimos en primer lugar de nuestras propias verídicas vivencias ―o al menos es lógico pensar que es así―; luego agregamos las ajenas y finalmente esculpimos otras a nuestro antojo con “permiso literario” (entre comillas) sobre la a veces resistente piedra de la imaginación. Uno de los aspectos divertidos de ese proceso es el hecho de que al otro lado, el lector o la lectora, según sea el caso, siente curiosidad por saber lo mismo que me has preguntado y ha de conformarse con usar su propia imaginación si no se dispone a averiguarlo. Con mis cuentos y con mi novela no he querido crear literatura en la medida en la que se entiende “literatura” como el modo de narrar asuntos sencillos del modo más detallado y sinuoso posible. Lo que he querido hacer es sacudir y despertar conciencias aletargadas por el coloniaje del modo más inteligible posible, sin adherirme a directrices ni colocarme gríngolas, aunque las narraciones no resulten del agrado de críticos y comentaristas literarios, ya sean de oficio o aficionados; respetables o chabacanos.
―Supongo que, a pesar de eso, ha tenido alguna influencia de otros autores.
―Sí, pero afortunadamente, de un puñado y muy poco, porque no me he dedicado a leer ficción ni a estudiar literatura. Quizás quien más han influido en mí en ese aspecto, el de escribir en general, ha sido René Marqués, con quien tuve el privilegio de compartir en total informalidad. Notarás que René, aunque se destacó en la ficción, cultivó con dedicación el ensayo, que es decir, la redacción de argumentos concatenados de tal modo que sostengan con firmeza el más pesado andamiaje verbal en defensa de una fundamental afirmación. Además, hizo eficaz uso del artículo periodístico. Otro escritor que influyó, conocido más en el cerrado círculo de la Academia, fue Jaime Vélez Estrada, un amigo de la infancia, apasionado estudioso de la filosofía y poeta, de quien en gran medida siempre admiré su estricto y cariñoso manejo de los idiomas. Le decía René, convencido de que Jaime había dejado a un lado la poesía por la filosofía, que “el filósofo mató al poeta”.
―¿Qué aspectos de sus propias vivencias han influido más en sus narraciones?
―La persecución política. La historiografía y las artes en nuestro país le deben mucho a la persecución política. Pero hay un dato curioso: Albizu dijo, y no estoy citándolo textualmente, que se dedicaba a la política porque había nacido en un país al que le habían arrebatado su soberanía, pero que de haber nacido en una nación soberana estaría dedicándose ―y ahora lo cito―: “a las artes y a las ciencias”. Lo curioso aquí es lo de las artes. Albizu no vio el arte como un instrumento de combate más en su diverso arsenal, sino, por el contrario, como un medio para remansarse y disfrutar a plenitud de la libertad ―lo que nunca pudo hacer.
―A propósito, por lo que he leído en el libro Voces pro independencia, de Jean Zwickle, usted no viene de una familia que pudiéramos describir como independentista, ¿a qué atribuye su extraordinaria admiración por Albizu?
―Si bien es cierto que no vengo de una familia independentista, mi abuelo materno, Juan Vázquez Bernabé, sí lo fue y desde niño supe que él lo era. No obstante, mis sentimientos pro independencia de mi patria me los transmitió mi mamá, aunque creo que no lo hizo conscientemente. Cuando ella me sentaba en su regazo para leer el periódico El Mundo, me mencionaba las noticias sobre el arresto y encarcelación de Mahatma Gandhi y me mostraba las impactantes fotografías. No obstante, creo que su propósito era que me identificara con la indignación que ella sentía ante la injusticia. Eso lo colijo de todos sus comentarios a lo largo de su vida hasta que la postró el mal de Alzheimer. La combinación de esa vivencia con la de escuchar en la radio aquel programa dedicado a las “industrias nativas”, con su despliegue de danzas y otros géneros musicales nuestros, fue lo que me hizo amante incondicional de la patria. Me gustaría pensar que ella tuvo eso en su agenda, pero no creo que haya sido ese el caso.
―En realidad parece convencido de eso.
―Claro, porque cuando nací, ya mi papá llevaba cinco años en la Policía y ella tenía que saber que había ahí una seria contradicción. Si no, ¿por qué me habló de Gandhi y no de Albizu?
―¿Cómo influyó en usted el hecho de que su papá fuera agente de la Policía?
―No influyó, excepto por el hecho de que siempre ejerció su trabajo profesionalmente, con sentido de equidad y honestidad, por lo que constituyó un buen ejemplo de integridad. Mi papá imponía en el hogar una estricta disciplina, la misma que en general está haciendo falta hoy día en muchísimos hogares. Lo malo era que yo no era, ni soy, inclinado a que se me restringiera ni a que me impusieran modos de pensar ni de actuar. Es más, estando en Francia en la Fuerza Aérea me dejaba el pelo largo y patillas largas. Un sargento mayor irlandés solía recordarme que no estaba “en el ejército de Pancho Villa” y, como yo decía como Pata’e Palo: “por ahí me las den to’as”, un día me llevó a que me recortaran y me esperó. Aunque ya me había emancipado cuando me acerqué al PIP y llevaba el alfiler de mi bandera en la solapa del gabán, mi papá me presionaba infructuosamente para que desistiera y no me involucrara en activismo político porque me exponía a perder mi empleo. Esa pugna duró muchos años, pero curiosamente, ya en su vejez, creo que llegando a la edad que tengo ahora, su visión fue cambiando según fue viendo con evidente indignación, una a una, las vistas televisadas de la investigación de los asesinatos que cometieron varios policías en el cerro Maravilla. Para entonces comenzó a admirar abiertamente al compañero Juan Mari Bras y se identificó con las víctimas. Creo que mi mamá admiró a Mari discretamente todo el tiempo.
―¿Se ha arrepentido de haber servido en la fuerza aérea del enemigo?
―Claro que no, sobre todo después de enterarme de que Albizu había servido en el ejército yanqui y que lo hizo también voluntariamente. Pero deja que amplíe un poco lo de la influencia de mi padre, porque se refleja en mi cuento “El teniente y el capitán” e, indirectamente, en el único drama que he escrito. Uno de sus principios inviolables como agente de la Policía era el de no aceptar invitaciones a francachelas a las que los alcaldes solían ―y quizás suelen― invitar a los oficiales de la Policía, en particular cuando era Teniente y comandaba algún distrito policial. Ese repudio de la corrupción o de lo que siquiera lo pareciera se entronizó en mi hogar y dio lugar a que en Nueva York renunciara al puesto de Relaciones con la Comunidad que ocupé en el Foro Nacional Puertorriqueño. Ante la imposibilidad de que El Diario-La Prensa publicara lo que ocurría allí, opté por escribir un drama bilingüe en dos actos que titulé Park Avenue South. Por cierto, había substituido al compañero Antonio Gil de La Madrid en El Diario-La Prensa por recomendación expresa suya al momento de su jubilación y al cabo del primer mes, si recuerdo bien, me botaron como bolsa luego que el notorio exiliado cubano Manuel de dios Unanue me vinculó con el movimiento independentista de Puerto Rico. Volviendo a las vivencias, aunque en un régimen militar no puede irle bien a quien, como te dije, no le gusta que lo restrinjan ni le digan cómo conducirse, mis problemas allí se debieron primordialmente a mi reacción contra el racismo del cual fui objeto. El servicio militar me proveyó la oportunidad de vivir el racismo yanqui en carne propia durante el adiestramiento básico; mientras viajé por las provincias del sur de la nación desde San Antonio, Texas a Alexandria, Virginia; en la base misma en Francia; y todo el tiempo que pasé en la base aérea Patrick en Cocoa Beach, Florida. Por supuesto, pude conocer mejor al yanqui y su modo de pensar y de actuar, lo que le habría venido bien a los generales argentinos ante la breve guerra de Las Malvinas.
―¿A qué se refiere específicamente?
―Me refiero específicamente a que los generales argentinos, debido quizás a que habían sido aprovechados discípulos de los militares yanquis en materia de represión y tortura en la notoria Escuela de Las Américas, no contaron con que sus mentores habrían de proveerle valiosos detalles de espionaje militar al Gobierno inglés, lo que cualquiera que conociera siquiera un poco a los yanquis habría podido dar por sentado que ocurriría. A propósito, Judy y yo vivíamos entonces en Queens, en Nueva York, y a tenor con una campaña que hubo entonces, nos inscribimos para donar sangre en caso de que fuera necesaria para los combatientes argentinos en el curso de la guerra.
―¿Cuál es ese cuento que escribió basado en un tiroteo en el que estuvo involucrado su papá?
―Ese es “El teniente y el capitán”, pero además, refleja la conducta que te dije que él observaba; su firme y constante rechazo de invitaciones de políticos para las bebelatas, lo que a su vez lo hacía antipático para ellos y para los oficiales de igual y más alto rango que sí las aprovechaban para convertirse en tontos útiles.
―¿Hubo otras razones por las cuales no se arrepiente de haber servido en las fuerzas armadas de Estados Unidos además del hecho de que Albizu también lo hizo?
―Sí, claro, no es tan sólo el que Albizu también lo hizo, sino que él lo vio como una oportunidad de un Pueblo prepararse militarmente para enfrentar a un enemigo. Fíjate que si el Regimiento 65 de Infantería hubiera sido más bien un ejército puertorriqueño, podría decirse que Puerto Rico tuvo una fuerza armada capaz de enfrentar al ejército invasor yanqui en una guerra convencional y derrotarlo. Eso quedó demostrado más de una vez, no sólo en los ejercicios en Vieques, sino en el auténtico teatro de guerra en Corea, cuando rescató a tropas de la Infantería de Marina yanqui a las que su enemigo tenía acorraladas. Puerto Rico llegó a tener miles de soldados distribuidos en múltiples niveles en la jerarquía no sólo con adiestramiento y teoría en estrategias y tácticas militares, sino con experiencia directa en los más rigurosos combates en condiciones climáticas extremas, en artillería e infantería y en combate aéreo y naval. Lo menos que se podía adquirir de ingresar en las fuerzas armadas enemigas era disciplina militar, una disciplina que era factible transferir al ámbito civil y ponerla en práctica en nuestras luchas de liberación nacional. Ahora bien, las otras razones para no arrepentirme las mencioné a grandes rasgos. Esas razones fueron el estar expuesto a la sociedad yanqui; a interactuar con miembros de esa sociedad de una gran diversidad de trasfondos étnicos y sociales. Supe por mí mismo lo que era la separación de la gente por razones de raza: negros y blancos separados en lugares públicos, en guaguas, en escuelas, en restaurantes, hasta en las fuerzas armadas. A principios de 1956 vi fuentes de agua separadas en una plaza de recreo en San Antonio, Texas. El mismo día, en esa misma ciudad, varios compatriotas abandonamos un restaurante donde se negaron a servirle a uno de los nuestros por ser negro. Por otra parte, todos, incluso él, nos sentamos en los asientos de enfrente en una guagua y sin consecuencia negativa alguna nos mofamos de los letreros que anunciaban dónde debían sentarse los pasajeros según su raza. En el poblado de Cocoa en la Florida entramos un grupo de boricuas, todos militares, pero vestidos de civil, a una barra en el sector residencial de los negros donde sabíamos que frecuentaban amistades negras, separado del sector de los blancos por la vía ferroviaria. No habían transcurrido más de unos diez minutos cuando entraron dos agentes negros de la Policía. Nos dijeron cortésmente que no podíamos estar allí porque era un sector de negros. Un compatriota que se había criado en la ciudad de Nueva York y manejaba el inglés mejor que los otros, se ocupó de hacerles ver a los agentes que éramos puertorriqueños y que en nuestra cultura no existe la separación legalizada de la gente por su trasfondo racial, etcétera. Los agentes aceptaron sus planteamientos y nos permitieron permanecer en el lugar para regocijo de todos los presentes, sobre todo, del nuestro. Me adelanto a recalcar que no he dicho que no existe el prejuicio racial en Puerto Rico.
―Para terminar, don Pedro, hay un cuento que me ha intrigado particularmente porque en realidad es enigmático desde el título hasta el final y es “El día antes”.
―(Ríe). No, Wence, “don Pedro” es Albizu; yo soy “Pedro”. Lo que pasa con esa narración es que es el mejor ejemplo de uno de mis propósitos: el de provocar la investigación; el de entusiasmar a quienes lo lean a querer, precisamente, resolver el enigma y eso solamente se consigue hurgando en el pasado; en la historia. Las personas que conozcan la microhistoria a la que el cuento alude, sabrán de qué se trata. “El día antes” demuestra que soy capaz de escribir tramas complejas, sinuosas y enigmáticas. Es todo lo contrario de “La hacienda”, donde mi intención es sacudir con fuerza a quienes lo lean y para ello les pongo de frente y claramente toda la información que a mi juicio hará que se sientan profundamente los insultos que les lanza el invasor. Claro está, el crítico que vive encajonado (y cuidado, que dije encAjonado) dentro de unos esquemas aprendidos en la Academia, los cuales considera por el hecho mismo que son irrompibles, inviolables, inmodificables; el que, además, parte de la insostenible premisa de que todo lo escrito va dirigido exclusivamente al gusto de su especie, encuentra desagradable al paladar intelectual una narración directa que se codea con el artículo de fondo. Un relato de esa naturaleza le sabe mal porque carece de complejidad, no es sinuoso, intrincado, misterioso, casi indescifrable; pero eso no es mi problema, sino el suyo.
―Le agradezco el tiempo que me ha dedicado y el que haya compartido tan interesantes vivencias conmigo y con los lectores de El Postillón en su nuevo viaje. Le aseguro que habré de meditar mucho sobre sus convicciones. #
Sobre la novela: Guerra contra todos los puertorriqueños
El profesor Héctor Meléndez, de la Universidad de Puerto Rico, ha publicado en el periódico digital Diálogo, órgano de esa entidad pública, una interesante disertación la cual lamentablemente no es aplicable, como no sea muy limitadamente, al guión novelado del autor a quien se propone defender.
Procede destacar en primer lugar que el problema que la obra dramática del político y cineasta Nelson Denis plantea no es el que contenga exceso de “errores”. El problema es que tiene exceso de datos falsos, a algunos de los cuales ya aludí aquí mismo (“War Against Who?”) y en el semanario Claridad (“¿Guerra Contra Quién?”).
Una característica menos grave es el hecho de que a sabiendas imprime en la mente de tal vez no pocos lectores la idea de que nadie antes había informado al público sobre “la brutal represión que cayó sobre Pedro Albizu Campos y los nacionalistas” ―y a eso opto por agregar: y contra no nacionalistas también. Digo “a sabiendas” toda vez que cita a varios de los autores que hemos escrito sobre ese tema o los menciona en su bibliografía.
En lo que al título respecta versus lo que falsa e innecesariamente el autor del libro le atribuye a E. Francis Riggs, la forzada explicación que el autor posteriormente improvisó en el sentido de que alteró la cita porque los puertorriqueños hemos estado sujetos a un cierto tipo de guerra a muerte por diferentes flancos podría ser aceptable, pero como cuestión de retórica. Precisamente, esa posibilidad hace aún menos necesaria la distorsión de lo que de hecho dijo Riggs. Es decir, si el concepto de la “guerra contra todos los puertorriqueños” hubiera estado en la mente del autor desde el principio del modo que lo explica, habría podido citar fielmente lo que el periódico La Democracia le atribuyó a Riggs y luego aludir a que éste no cumplió lo que dijo que haría.
Por otra parte, me sorprende sobremanera que el profesor Meléndez afirme que gran parte de las críticas al libro que defiende “puede deberse a lo maltrecha que queda la imagen de Muñoz Marín”, etcétera. Me sorprende porque desde el inicio de la década de los 80, o sea, unos 35 años atrás, comencé a divulgar datos por diversos medios sobre los hallazgos de mi investigación sobre la persecución de Albizu por Muñoz y su PPD, sobre su tortura y asesinato y sobre el papel de Muñoz Marín como lacayo del FBI en particular y del gobierno estadounidense en general. Este es un hecho del cual el autor del libro en cuestión no está ajeno, aunque actúa como si lo estuviera. Incluso publiqué un libro en septiembre de 1994 bajo el título Locura por decreto: El papel de Luis Muñoz Marín y José Trías Monge en el diagnóstico de locura de don Pedro Albizu Campos.
No es sostenible tampoco la insinuación, bastante directa por parte de algunos defensores del libro, en el sentido de que las críticas surgen meramente del hecho de que el autor es nacido, criado y educado en la Ciudad de Nueva York y los boricuas de acá estamos prejuiciados contra la diáspora. Cierto es que existe ese prejuicio en algunas personas, pero en lo que a este autor respecta, el recurso no es utilizable porque por alrededor de 15 años fui parte de esa comunidad puertorriqueña en las entrañas del monstruo. Fue allí donde opté por internarme en el campo de las letras con el fin de utilizar la palabra escrita como arma en la lucha por nuestra liberación nacional.
Ahora bien, no sólo es digno de observación lo que un autor opta por mencionar en un libro de contenido histórico y algunos de otra índole, sino, además, lo es lo que opta por omitir. En el libro que el profesor Meléndez defiende, el autor alude al caso Rhoads, el cual desenterré desde fines de la década de los 70, pero omite los datos que implican a la Fundación Rockefeller ―la misma que pagó mis estudios de Maestría en la Universidad de Fordham― en el encubrimiento del caso no sólo allá para 1932, sino incluso en los ‘80 en respuesta a preguntas que les formulé a altos funcionarios de esa entidad.#