LA HACIENDA

 

Pedro Aponte Vázquez

(Presentación en la librería Mágica, 19 de noviembre de 2011)

El amigo y compañero René Marqués, a quien dediqué La hacienda, definió alguna vez el cuento como “la dramática revelación que en un ser humano –hecho personaje literario– se opera a través de determinada crisis respecto al mundo, la vida o su propia alma" y agregó que, por consiguiente, en el mismo, "lo psicológico es lo fundamental". El cuento es, pues, lo que resulta de poner de manifiesto de modo dramático los efectos primordialmente psicológicos que una crisis existencial específica les imprime a unos personajes.

Quienes hemos estado involucrados, ya sea con la acción o con la palabra —o de ambos modos— en confrontar y combatir el coloniaje, sabemos que el mismo constituye una fuente de conflictos capaces de acarrear graves crisis que afectan a los individuos y a la sociedad. Además, los acontecimientos que el periodismo recoge y revela, nutren a la Historia, esa otra revelación de hechos que, por significativos, son dignos de recordar y relatar complementados con interpretaciones. Por consiguiente, el narrador de cuentos tiene en la Historia, tanto próxima como distante, una fuente perenne de sucesos que conformen sus relatos. Aun así, creo que no serán pocos quienes se asombren de que, después de 30 años enfrascado en la rigurosa investigación histórica y en la divulgación de hallazgos a través de la Prensa y otros medios, haya optado por incursionar en la ficción. Yo mismo me asombré también de primera intención, pues mi preferencia siempre ha sido la de escudriñar y contar hechos; de ahí que en otro momento, durante la última etapa de mi autoexilio en la ciudad de Nueva York, optara primero por el periodismo y luego por la investigación histórica.

En realidad, no me había especializado académicamente para el oficio de investigador de la historia ni de su mellizo el periodismo —excepto por un curso de investigación científica que tomé mientras estudié la Maestría en Ciencias Sociales en la Universidad de Fordham, en Nueva York, y por un breve internado en el momentáneo periódico Momento en San Juan. Lo que me llevó hacia esos menesteres, además del amor por la historia que desde la falda comenzó a transmitirme expresamente mi madre, fue un pertinaz empeño por aportar a la liberación de nuestra patria por medio de la palabra escrita.

Aunque mi primera investigación histórica fue la del caso Rhoads, el hilo conductor siempre ha sido el prócer Pedro Albizu Campos. Fue, precisamente, de la mano de Albizu que di ese pequeño paso que separa al periodismo de la historia y luego el que separa a la historia de la ficción, aunque en realidad nunca me he apartado ni del periodismo ni de la historia. En el periodismo tuve la influencia especialmente de Tomás Stella y entré de lleno en la ficción por invitación del escritor Reynaldo Marcos Padua. Luego me tomó de la otra mano, cuando me interné a ciegas en ese campo asido aún de la de Albizu, la escritora Margarita Maldonado Colón, quien fue una patriótica co-conspiradora que aportó muy acertadas críticas durante la elaboración de casi todas mis saetas.

A medida que escarbaba en archivos, inicialmente en Nueva York y luego en San Juan, se asomaba discretamente Albizu desde una distancia que iba haciéndose cada vez más corta hasta que brotó de cuerpo entero. Entonces vi claramente un vínculo entre el asesino en serie Cornelius  Rhoads y la denuncia del prócer de que se le estaba torturando en la prisión. Precisamente, por osar resistir tenazmente la ocupación por extranjeros de aquellas tierras en las que nació y se crió, es que surge y predomina la constante persecución y acoso del personaje principal de La hacienda. Hecha esta introducción, pasemos al contenido del cuento.

El asunto

Poco después de la medianoche de un 24 de julio, unos bandoleros extranjeros invadieron "La esperanza", una hacienda en una isla caribeña, y se apoderaron de la estancia por la fuerza de las armas. Con ello quedó interrumpida la hasta entonces armoniosa y productiva vida cotidiana de sus habitantes: dueños, arrimados, agregados y otros trabajadores que habían logrado configurar durante generaciones una identidad propia y un profundo sentido de pertenencia.

Los personajes

Nelson Cientos, un cuatrero violento y arrogante, genera el conflicto y la tensión al dirigir la invasión y terminar dominando toda la actividad social, cultural y comercial de "La esperanza" por intermedio de sus compinches y de la servil ayuda incondicional de algunos de los propios habitantes.  Nelson había venido atraído por rumores sobre la existencia de una legendaria gente de la que se decía que era muy dócil y maleable, que habían logrado alcanzar en una pequeña isla caribeña un sistema de vida único por su funcionamiento a la vez humanitario y eficiente en una extensión de terreno con características de continente que era lo más parecido a un paraíso. Tenía unos cuarenta años y era alto, fornido, de expresión facial áspera, abultado bigote, cabello rubio y abundante. Dos bandoleras cruzaban sobre su pecho bajo el capote de montar, al cinto tenía dos modernos revólveres Colt .38 de doble acción, y llevaba botas y pantalón de cabalgar. Esa noche les aseguró a los habitantes de la hacienda que su presencia no tenía el propósito de interferir con sus costumbres siempre y cuando fueran sanas y beneficiosas para todos los habitantes de la comarca y que se ajustaran a los principios de la buena administración y la buena convivencia; de la ley y el orden. "Bajo mi protección y amparo —les aseguró como político común y corriente—, habrá de mejorar aún más su envidiable modo de vida y encima tendrán la oportunidad de disfrutar de los beneficios a los que estamos acostumbrados en la Isla del Gran Águila, de donde venimos".

Don Segundo, dueño único de la hacienda y patriarca de la familia, se encontraba en el momento de la invasión enfermo en casa de Mercedes, una de sus hijas, en un sector de la hacienda que se extiende hasta la costa. Cuando Tomás, su yerno, le hace saber en presencia de Libertario, hermano de padre de Mercedes, que la hacienda ha sido invadida por cuatreros de la Isla del Gran Águila, don Segundo pregunta en su agonía "¿Y qué hace mi familia que no se rebela?"

Más no crea el lector conocedor de la historia patria que don Segundo lleva ese nombre porque representa en esta narración al patriota aquel que murió en Chile en circunstancias misteriosas y que por ello no pueden ser suyas tales palabras, sino de otro personaje histórico compañero suyo. Es que, aunque he usado para algunos personajes nombres que evocan la realidad histórica y tienden a ajustarse a la misma —como el de Juana del Campo, madre de Libertario—, he llamado don Segundo y no don Ramón al patriarca de la hacienda con el propósito de transmitir la sensación de incoherencia que vivimos hoy día en la verdadera hacienda. De todos modos, la pregunta que hizo el Padre de la Patria al conocer de la invasión del 98: "¿Qué hacen los puertorriqueños que no se rebelan?", no es exclusiva de Ramón Emeterio Betances, pues seguramente se la han estado haciendo por décadas los pueblos libres, sobre todo, los de la América Latina.  Además, con ello hago hincapié en que en esta ocasión no estoy escribiendo historia, sino ficción.

Desde el principio, Nelson, en su condición de protagonista, logra atraer hacia su lado a Luis, hermano de don Segundo y administrador de la hacienda, y con el paso de los años, se someten servilmente a la voluntad de Nelson otros parientes y muchos de los trabajadores. Son ellos quienes se encargan de acosar, perseguir, encausar, encarcelar y, en general, contrarrestar la resistencia de los familiares y trabajadores que se oponen a los invasores.

Libertario es hijo bastardo de don Segundo de una efímera relación con Juana del Campo, una joven, bella y esbelta agregada de ascendencia africana cuya madre, Ana María, había sufrido a través de la esclavitud la indignidad de la falta de libertad. Es delgado, de estatura promedio, tez oscura, cabello negro y ondulado, cejas abundantes, ojos casi oblicuos y brillantes, pómulos altos, y un hoyuelo en el mentón. En su papel inicial de antagonista, comienza desde niño a combatir de diversos modos a Nelson y al complejo conglomerado de corporaciones que él representa. Como adulto joven continúa resistiendo la ocupación de su lar al tiempo que se dedica a enseñar gratuitamente las artes del lenguaje a niños y adultos, por lo que comienzan a llamarlo "el Maestro". Luego inicia otra misión: la de recorrer la hacienda para orientar a su gente en torno a su derecho de defensa propia y su deber de expulsar al invasor por cualquier medio necesario, incluso del mismo modo que ellos invadieron. Así "el Maestro" se convierte en protagonista como carismático líder de la resistencia a quien Nelson, ahora antagonista, persigue hasta decidir que es necesario eliminarlo del panorama, preferiblemente sin dejar rastros.

Ahora bien, mientras Gonzalo y Julio Ramón representan a quienes en la realidad fueron dos auténticos traidores de la patria: a Gonzalo Lebrón Sotomayor y a Julio Ramón del Río Adames, en Francisco tenemos a un jaiba. "Cisco" es el genuino campesino, con poca escolaridad, pero con abundante sabiduría, y en Constancio y su esposa Carmelita tenemos a dos jóvenes que arriesgan su bienestar, su vida y, lo que es más, su libertad, en defensa de la hacienda, para lo cual Carmelita recurre incluso a la lucha clandestina. Veamos primeramente un intercambio entre Francisco, un muchacho flacucho, de unos 15 años, medio analfabeto, que trabajaba de pinche y acostumbraba ir a buscar agua en una higüera grande y ovalada para los cortadores de caña, y luego otro entre Carmelita y William, uno de los bandoleros que había sido marino mercante y por eso podía desenvolverse en español:

—¿Y qué, cómo están las cosas en tu casa, Cisco? — le preguntó Julio Ramón.

—¿En casa? ¿Qué cómo están las cosas?… Pues muy preocupados, tío Julio —comenzó a narrar Francisco—, porque, según oí decir, eso sí, sin quererlo, el espíritu de un cacique que peleó contra los primeros invasores advirtió en una sesión espiritista en casa de Ciprián que todos los habitantes de la hacienda, de to'íta la hacienda, debían unirse o se rajaría en cantos la familia y nunca podrían echar a los nuevos invasores.

—¿Cómo que los nuevos invasores? Debes tener cuidado con lo que dices.

—No lo digo yo, Tío, lo dijo el espíritu. Yo de eso no sé na' ni voy donde no me ñaman.

—¿Estás seguro de que eso dijo ese cacique?

—Claro, Tío, y dijo más. Dijo que iba a caer sobre todos una maldición que no nos dejaría ponernos de acuerdo nunca en na'; que se perdería y que la esperanza; que íbamos a vivir pa' siempre como arrima’os en lo de nojotros.

—¿Que se perdería La Esperanza has dicho?

—Sí, Tío, asina como lo digo, dicen que lo dijo el cacique; que se perdería la esperanza y viviríamos arrima'os pa' to'a la vida. No lo dije yo…

Cuando Julio Ramón se disponía a marcharse, agregó Francisco:

—Ah, y dijo también que terminaríamos hablando como los del Norte. ¿Quiénes son los del Norte, Tío?

—Bueno, muchacho, no te preocupes, que eso sí que nunca va a pasar —le aseguró su tío.

Ahora, conozcamos a Carmelita, quien al día siguiente de una reunión política en casa de Ciprián, se le acercó a William:

—Señor centinela —le dijo—, fíjese, yo voy pa'l río a bañarme sin alguien que al menos me proteja la ropa porque mi esposo salió pa' la costa, mientras usted está ahí contemplando los pajaritos—. Su presencia sería más útil allá cuidándome la ropa mientras nado, que prestando vigilancia donde nadie lo necesita.

Siñorira, es mi obligación prestar vigilancia aquí aunque usted no la crea necesaria —respondió él, sorprendido, en su castellano machaca'o—, pero le aseguro que habré de custodiarle su ropa tan pronto encuentre quién me releve.

Al llegar al río, en lugar de quitarse la ropa, Carmelita tendió sobre arbustos dos piezas que daban la impresión contraria y estaba disfrutando como lo acostumbraba cuando al fin apareció William y, sin mediar invitación alguna, empezó entusiasmado a desvestirse. No bien hubo terminado, proceso que le tomó muy poco tiempo, y puso un pie en el agua, lo atacaron dos jíbaros que lo sumergieron en el río con la eficaz ayuda de Carmelita. Cuando William se inmovilizó, lo dejaron en el río a merced de la corriente y Carmelita se ocultó en la espesura a cambiarse de ropa y secarse. Los rebeldes tomaron la ropa mojada de Carmelita, abandonaron la del centinela, se llevaron su fusil Springfield calibre .45, su revólver Colt .38 de acción simple y sus correspondientes balas, y se fueron con rumbos distintos mientras Carmelita regresaba sola a la casona. A partir de entonces, los campesinos comenzaron a cuchichear que era posible vencer al invasor si eran lo suficientemente astutos.

Nelson, por supuesto, se quejó enérgicamente de que unos bandoleros habían asesinado a uno de sus más fieles subalternos y que, además, habían matado a machetazos a otros dos de los cuatreros, por lo que advirtió que no habría de tolerar macheteros en la hacienda a menos que fuera en los cañaverales cortando cañas de sol a sol. Entonces, Luis, el hermano de don Segundo, para reafirmar su leal subordinación  a Nelson, le sugirió hacer un cuerpo de vigilantes que lo protegieran a él y a sus hombres de la furia de los habitantes de la hacienda.

Nelson encontró magnífica la sugerencia de Luis, lo felicitó por su lealtad y le encomendó preparar para su aprobación un reglamento mediante el cual se habría de regir "La esperanza".

Después de esa reunión, Libertario, y sus hermanos de padre Constancio y Pepe se reunieron secretamente en un apartado rancho con Luis luego que este aceptó a regañadientes la presencia de Libertario, quien por su edad no debía estar en las reuniones de los adultos.

—¿Cómo van a pretender que nosotros mismos, los invadidos, las víctimas del asedio y de los atropellos, incluido usted, hagamos el papelón de protectores no solo de quienes nos han invadido, sino del sistema oprobioso al que nos están sometiendo? —preguntó Constancio retóricamente.

—Es que ustedes no entienden —respondió Luis—, o no quieren entender. Los recién llegados no son invasores, lo que se dice invasores en el sentido estricto de la palabra; son personas de enormes recursos económicos que creen firmemente en invertir sus caudales en ayudar al prójimo. Lo que pasa es que han tenido la mala pata de que la mayoría de la gente no entiende que solo desean un mundo mejor, donde se respeten los derechos de todos por igual y se viva en paz y armonía —explicó y añadió—: Por eso, en ocasiones se ven en la obligación moral de invadir a quienes quieren ayudar, pero eso de por sí no los convierte en invasores.

—Oh, ¿entonces no son invasores, sino benefactores? —preguntó Pepe con leve sarcasmo.

—Por supuesto —afirmó Luis—. Es como lo que pasó con los aborígenes de esta isla; tercamente preferían perder el alma a abandonar su primitiva religión y adoptar el Cristianismo y por su propio bien fue inevitable que nuestros antepasados europeos hasta los torturaran con tal de que aceptaran la salvación. En fin, que no son invasores; más bien son seres que han arribado a nuestras costas con las mejores intenciones; en realidad son benefactores […].

Constituyen un personaje colectivo los habitantes de la hacienda que siguen al Maestro y se enfrentan con las armas al invasor con el fin de defender lo que les pertenece. Es decir, que la invasión causa la transformación psicológica no solo de individuos, sino además, de la colectividad, la que, en efecto, viene a constituir otro personaje antagonista.

Mi visión

Por tratarse de un cuento, y no de una novela, terminaría narrándoles toda la trama si doy más ejemplos de diálogos. En resumen, en este cuento expreso, por una parte, mi visión de cómo la crisis que esa invasión acarrea, incide en el subconsciente de los habitantes, algunos de los cuales, como Luis, llegan a actuar en contra de sus propios familiares por tal de colaborar con el invasor. Por otra parte, expongo la concepción que el invasor tiene precisamente de aquellos que recurren hasta a la traición de los suyos para servirle. Además, resalto la toma de conciencia de otros habitantes que desde el principio optan por oponerse al invasor y combatirlo. Asimismo, como un mero capricho de estilo, he colocado en el contexto de la narración, como en algunas anteriores, al menos un detalle histórico que les corresponderá a los lectores más curiosos descifrar. Me refiero a lo que el médico le recetó a Libertario cuando este alegó desde la cárcel que lo estaban envenenando. Hago esto con el propósito de estimular la investigación, ya que hoy día es mucho menos incómodo indagar gracias a las nuevas tecnologías.

Pues bien, así como Albizu ha sido el hilo conductor a lo largo de mis años de escritor, René Marqués ha estado presente a lo largo de este cuento. Por eso he optado por terminar esta presentación como la empecé: aludiendo a ese insigne y prolífico escritor y abnegado patriota.

Aunque la escena de la muerte de William en el río nos haga evocar aquel experimento que hicieron otros defensores de su patria con un invasor español para averiguar si aquellos abusadores eran mortales, otros lectores seguramente asociarán el episodio con el cuento de René "Tres hombres junto al río". No estoy seguro de si creé esa escena por lo primero o por lo segundo: Es decir, si por la historia o por la ficción. O quizás fue por lo uno y por lo otro.

Ahora bien, de lo que no tengo duda alguna es de que su controvertido ensayo "El puertorriqueño dócil", al cual ya alude un personaje en mi cuento "Flor de la mañana" (Transición. Toa Baja: Los libros de la iguana, 2010), no solo permea el relato de La hacienda, sino que, además, hasta cierto grado lo genera. En ese sentido, La hacienda viene a constituir, en parte, mi posición ante el tantas veces objetado planteamiento de René en aquel ensayo. Aparentemente, quienes discrepan de él pasan por alto la diferencia entre decir: "el puertorriqueño dócil" —que es el título de su ensayo— y "el puertorriqueño es dócil", o más aún: "los puertorriqueños son dóciles".

Son realidades distintas que alguien, por una parte, sea dócil y, por otra, que actúe como si lo fuera sin serlo, motivado quizás por pura conveniencia. Además, contribuye a la confusión el hecho de hablar en sentido colectivo, pues entonces la colectividad recibe las características que se le atribuyan aunque la intención haya sido atribuirlas solo a la mayoría de sus miembros.

No obstante, si escribo un ensayo y lo titulo "El puertorriqueño patriótico", me parece obvio que estoy aludiendo a aquellos que lo son, no a todos los puertorriqueños; de igual modo, si digo que el Pueblo francés es, digamos "orgulloso" —como de hecho lo es—, aludo solo a la mayoría de los integrantes de la nación francesa aunque en el enunciado parezca que se lo adscribo a toda la nación. Si escribo sobre la actual situación en la República de Irak y uso el título de "El irakí dócil", seguramente nadie dudaría que estoy aludiendo a quienes optan por someterse a la voluntad del invasor y no a quienes lo combaten. Por consiguiente, es mi conclusión que cuando aludió a la demostrada, irrefutable y arcaica conducta dócil del puertorriqueño, René Marqués se refería a quienes actúan dócilmente y no a todos.

De modo que hoy día, nuestro distinguido compatriota diría con sobrada razón que cada vez que unos líderes políticos puertorriqueños se quejan y pataletean de rodillas porque los legisladores de la nación que nos invadió y nos sojuzga no acaban de decirnos qué fórmula de estatus político aceptarían que escogiéramos para nosotros mismos en nuestra propia "hacienda", estamos demostrando que, como colectividad, como nación, somos mucho más que dóciles.

Esa conducta evidentemente pendeja de tantos miles de puertorriqueños —y no de todos, por supuesto— se debe, en mi opinión, a que han aprendido a ver la docilidad como una salida de una encrucijada; a que han adoptado la docilidad como refugio cómodo ante la crisis causada por la invasión del '98. Nelson y su gente confirman que esa docilidad caracteríza a la mayoría de los habitantes de la hacienda "La Esperanza" y de ahí surge la opinión que en su isla tienen hoy sobre ellos.

En fin, La hacienda tiene el propósito de estremecer a ese amplio sector del pueblo puertorriqueño, dócil o no, que está sumido en un letargo centenario que le impide siquiera desear ser libre y más bien lucha y se esfuerza… por no serlo. #

 

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