The Unsolved Case of Dr. Cornelius P. Rhoads: An Indictment

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Sobre la juez Laura Taylor Swain

Basándome en mi experiencia de haber vivido unos 15 años en diversos sectores de la Ciudad de Nueva York –incluyendo los años convulsos de la década de los 70–, en principios considero menos malo, conste que a falta de dignas opciones, el que El Invasor haya escogido para partir y repartir, dentro de la debacle que nos hunde, a la juez Laura Taylor Swain, una mujer negra de Nueva York que, además, había sido nombrada a la judicatura por un presidente demócrata.

¿Qué hacemos? ¿Mugimos o embestimos?

Nuestra Patria se encuentra en este momento histórico en una encrucijada que pone a prueba la voluntad de resistencia y de defensa propia de sus hijos y sus hijas. No se trata solamente de desmanes solapados del Invasor ejecutados por traidores que han optado por desempeñar el papel no solo de lacayos, sino incluso de verdugos. Se trata nada menos que de abusos y ofensas abiertas, sin intento alguno de disimulo. Se trata de la decisión del Invasor de estrujarle en el rostro a la Patria, en presencia de quienes se supone la defendamos, la desnuda realidad de que se adueñó de ella y la ultrajó por la fuerza de las armas.

Así es, se trata de que ese Invasor nos recalca que del mismo modo que nos invadió permanece aquí, en nuestro territorio nacional y tranquilamente nos explota. De eso es de lo que trata esta encrucijada en la que estamos acorralados y en la que el Invasor nos ordena, nos exige, nos ofende, nos vapulea y nos amenaza.

En esta encrucijada, el Invasor nos ordena que seamos nosotros mismos quienes desmantelemos para beneficio de los suyos nuestras más preciadas instituciones; nos exige bajo amenazas que tomemos decisiones que irían en menoscabo de nuestro bienestar general y nos sumirían en el caos social y en la debacle económica.

Se trata de una situación similar a la de un hogar que ha sido invadido por depredadores que bajo amenazas les exigen a los miembros de la familia que les satisfagan todas sus necesidades de todo tipo.

Ante esta bochornosa situación, ¿qué habremos de hacer los herederos de Betances y de Pachín Marín; de Mariana Bracetti, de María Mercedes Barbudo; de Albizu y de Filiberto; de Lolita Lebrón y de Olga Viscal ante tan viles atropellos? ¿Mugir “como el toro acorralado” o embestir “como el toro que no muge” [De Diego]?

MI POSICIÓN ANTE EL NOMBRAMIENTO DE LA DOCTORA JULIA KELEHER

Aunque he dedicado varias décadas de mi existencia a la investigación histórica, la designación de la doctora Julia Keleher al cargo del departamento llamado de Educación me compele a inmiscuirme precisamente en el campo de lo que fue mi formación académica formal en la Universidad de Fordham: las Ciencias Sociales con concentración en la educación urbana.

Por fortuna, tanto la historia de nuestra País, como la naturaleza de nuestro sistema público de escolarización (y también el privado), van de la mano, de modo que en realidad no se trata, como he dicho, de que me inmiscuya en el asunto de la designación de la señora Keleher. Ahora bien, la honestidad intelectual me exige advertir que, al internarme en este asunto, no pretenderé mostrarme como un comentarista objetivo, sino del mismo modo en el que he dado a conocer los hallazgos de mis investigaciones microhistóricas: como luchador por la independencia de una patria invadida y subyugada.

De primera intención, me intrigó la probabilidad de que el próximo administrador colonial hubiera designado a una persona extranjera para dirigir precisamente la agencia gubernamental que se encarga de formular y ejecutar los fundamentos de lo que se supone sea la educación de nuestra niñez y de nuestra juventud. Y conste, que digo “lo que se supone sea la educación” precisamente porque “educar” no es la encomienda de ese departamento llamado “de Educación”. Su encomienda es la de “formar”, esculpir a los ciudadanos que constituimos nuestra patria. Su fin es, en realidad, desnaturalizar a los puertorriqueños y, como dijo Albizu, “corromperlos”. Su meta no es educar, puesto que “educar” desde su más antigua etimología, significa “liberar”. Cuando se le denominaba “Departamento de Instrucción” se era fiel a sus propósitos, pues el proceso que se da en el sistema de escolarización lo que hace es instruir, que significa colocar unas cosas sobre otras; o sea, en buen puertorriqueño: atacuñar.

Así, pues, si la encomienda de la designada secretaria de educación es la de continuar las doctrinas mal llamadas de asimilación o de americanización de los primeros comisionados de instrucción a partir de la invasión militar del 98, su designación es lógica, en principio, por ser estadounidense. Es lógica, en fin, si tiene ella la encomienda de mantener la intención deformadora del sistema. En ese caso, nada importa si la doctora Keleher es estadounidense de extracción irlandesa o germánica o si habla el castellano con acento de allá o si su trasfondo es de naturaleza administrativa o si su fuerte es la obtención y fiscalización de recursos económicos o si solamente conoce al departamento de “educación” desde afuera. Ya podrá ella allegarse personas que la asesoren para bien o para mal. Por otra parte, el mero hecho de que la doctora Keleher sea estadounidense no significa necesaria e ineludiblemente, que se proponga retomar las encomiendas que recibieron los primeros comisionados de instrucción.

Quienes hemos tenido ocasión de compartir con profesionales estadounidenses en las entrañas del monstruo sabemos que no todos están cortados por la misma tijera. Así pues, lo que nos debe concernir como punto de partida a los educadores, a los gremios de educadores, a los legisladrones y al Pueblo en general es si la doctora Keleher se ocupará solamente de allegar fondos y fiscalizar su utilización o si, además, se propone formular una filosofía educativa clara que defina sin lugar a dudas cuáles habrán de ser las características del ser puertorriqueño al que el departamento aspira y, por supuesto, de qué modo se propone lograrlas.

NATIONALIST HEROINES: PUERTO RICAN WOMEN HISTORY FORGOT 1930S-1950S

NATIONALIST HEROINES

Puerto Rican Women History Forgot 1930s-1950s

© 2016 Pedro Aponte Vázquez

(Leído el 16 noviembre de 2016 en el auditorio de la Escuela de Comunicaciones de la Universidad de Puerto Rico, recinto de Río Piedras).

Buenos días. Reciban un saludo fraternal y solidario en este momento histórico en el que la patria sufre los peores vejámenes a los que en su arrogancia la ha sometido El Invasor desde el impune asesinato del compañero Filiberto Ojeda Ríos el 23 de septiembre de 2005.

Le agradezco al compañero Amílcar Tirado que optara por ofrecerme el honor de presentarles el libro Nationalist Heroines: Puerto Rican Women History Forgot 1930s-1950s (N.J.: Markus Wiener Publishers, Inc., 2016, 347 págs.), de la prestigiosa historiadora boricua Olga Jiménez de Wagenheim. Con ello nos demuestra que es de esos profesionales, probablemente escasos, que no temen asumir riesgos. Por mi parte, dedico mi participación en este acto a la memoria de otra distinguida historiadora cuyo recuerdo la ingratitud opaca: la compañera Miñi Seijo Bruno.

Por más de un motivo he dicho que Amílcar no teme asumir riesgos. El de mayor peso es quizás el hecho de que mi determinación de decir libremente sobre cada asunto lo que crea necesario y a cada cual lo que estime que merezca, no es algo que me haya acarreado muchas simpatías. Otro motivo, tal vez de igual volumen, es el hecho de que recientemente tuve la osadía de asumir una posición diametralmente opuesta a la que optaron por defender un puñado de académicos, además de miembros prominentes del campo independentista ―y hasta algunos auténticos albizuistas―, en torno al contenido de un libro que abiertamente vilipendia al prócer Pedro Albizu Campos. la Historia nos dirá algún día con qué propósitos. Defender de ese modo la memoria de Albizu fue para algunos compatriotas hasta peor que haberle donado mi colección de documentos, fotos y algunos libros al Archivo histórico de la Fundación Luis Muñoz Marín.

Con lo que estoy seguro de que no habrá desacuerdos es con mi afirmación en este momento de que el honor de presentar este libro debió ser para la doctora Aselar Laguna, pues ya lo reseñó detalladamente por medio de la internet con erudición y excelencia (El Post Antillano, 8 sept 2016). Espero estar hoy al menos cerca de la altura a la que habría estado su presentación.

En su reseña, la doctora Laguna alude con toda justicia a la “rigurosidad” con la que Jiménez de Wagenheim aborda y conduce sus investigaciones históricas ―virtud a la que hoy día ya hasta se le da de codo―, afirma que esta “informativa, importante y provocadora” obra disfruta del aval de la “distinguida y sólida carrera” de la educadora Jiménez de Wagenheim “como catedrática en [la Universidad de] Rutgers” y añade que se le debe a ella, además, cito:

“[…] la introducción de los primeros cursos de historia oral, iniciando a estudiantes en esa disciplina y de paso, rescatando las contribuciones olvidadas de los puertorriqueños en las demostraciones y las manifestaciones estudiantiles en la Universidad de Rutgers y en la ciudad de Newark para los últimos años de los sesenta y principios de los setenta. Y conviene señalar ―agrega― su monumental y central desempeño en la fundación del archivo de la comunidad puertorriqueña en la Biblioteca Pública de Newark (el New Jersey Hispanic Research and Information Center), contribuyendo de modo exhaustivo a la recuperación y preservación del acervo de los puertorriqueños y otros latinos residentes en el estado de New Jersey”.

Precisamente, de rescatar del olvido y también de la indiferencia, es de lo que trata esta indispensable aportación de Jiménez de Wagenheim a nuestra historiografía y, por ende, a nuestra centenaria lucha de liberación nacional. En Nationalist Heroines: Puerto Rican Women History Forgot 1930s-1950s, la historiadora que ya es parte de la indisoluble nación boricua en las entrañas del monstruo, les recuerda a sus lectores el hecho de que las mujeres boricuas no eran invisibles para nuestro opresor en el curso de nuestra lucha por liberarnos del Invasor (y todavía no lo son, permítaseme agregar). Nos provee ella una breve y vívida introducción con una impresionante narración de las condiciones objetivas que llevaron a la insurrección de 1950 contra la tiranía de EE. UU. Luego nos lleva de la mano a través de una exposición amena, profusa y rigurosamente documentada que nos provee una vista panorámica de nuestra más reciente historia política.

El libro les rinde merecido tributo a dieciséis mujeres. A Dominga de la Cruz Becerril, quien heroicamente sobrevivió la Masacre de Ponce en 1937 y otras 15 que fueron perseguidas y encarceladas por haber participado, o parecerle al Invasor que habían participado, directa o indirectamente en la lucha armada del Partido Nacionalista de Puerto Rico-Movimiento Libertador en los años de 1950. Estas son:

Blanca Canales

Leonides Díaz

Carmen María Pérez

Ruth Mary Reynolds

Isabel Rosado Morales

Doris Torresola Roura

Olga Isabel Viscal Garriga

Rosa Cortés Collazo

Lolita Lebrón Sotomayor

Carmen Dolores Otero de Torresola

Juana Mills Rosa

Juanita Ojeda Maldonado

Ramona Padilla de Negrón

Angelina Torresola de Platet y

Monserrate Valle de López de Victoria.

En alusión a esta prudente limitación que se impuso, Jiménez de Wagenheim dice estar “consciente de que otras puertorriqueñas han sido encarceladas por sus ideales políticos a partir de los años 50 y merecen también un estudio profundo de sus hazañas y contribuciones a la causa de la independencia de Puerto Rico” y con genuino pesar añade: “Lamento no ser yo la autora”.

Aunque el título nos indica que trata sobre “mujeres puertorriqueñas” Nacionalistas, justificadamente incluye a una que sin duda lo parecía mucho, pero que en realidad no fue ni borinqueña ni Nacionalista: la pacifista estadounidense Ruth M. Reynolds, oriunda de las Lomas Negras de los nativos Lakotas. Reynolds, quien perteneció al Comité Pro Defensa de don Pedro Albizu Campos que mantuve con doña Isabel Rosado y mi compañera Judith, desempeñó un importantísimo papel en nuestra lucha, pero, pacifista al fin, no perteneció al Partido Nacionalista ―un detalle que Jiménez de Wagenheim se ocupa de mencionar. El hecho es que Ruth cumplió cárcel por parecer Nacionalista.

Por otra parte, el subtítulo del libro, Mujeres puertorriqueñas que la Historia olvidó, invita a un análisis semántico, pues sería razonable alegar que a estas compañeras no las olvidó la Historia, por cuanto los Pueblos, sus líderes, sus reseñadores, sus políticos, sus educadores y sus historiadores somos quienes olvidamos. Los lectores, por otra parte, no deberán interpretar como indicio de menosprecio de la capacidad de la mujer boricua el hecho de que Albizu le hubiera asignado un puesto de liderato en su partido a solamente una de las mujeres aquí incluidas, toda vez que a algunas les encomendó ―y ellas no vacilaron en asumir― misiones no solo de alta confianza y responsabilidad, sino, además, de altísimo riesgo personal. Tampoco deberán los lectores conjeturar que esas militantes Nacionalistas hayan sido olvidadas o ignoradas por motivo del machismo que caracteriza a nuestra sociedad, pues no han sido pocos los hombres militantes del Partido Nacionalista de Puerto Rico-Movimiento Libertador que han sido olvidados o ignorados no solo por los historiadores, sino incluso por las pasivas y autocomplacientes organizaciones patrióticas del presente.

Jiménez de Wagenheim, perteneciente por muchos años a la denominada “diáspora” boricua y quien, aunque en las entrañas del monstruo, ha mantenido contra la corriente su primer apellido con todo y tilde, no es neófita en estas lides, pues ha publicado libros y artículos sobre otros importantes sucesos de la historia política de Puerto Rico, incluyendo nuestra rebelión contra el otro imperio, el español. Sobre todo, es preciso recalcar, lo ha hecho como es su estilo y su costumbre: con el debido respeto a los hechos históricos y a las fuentes de información.

A propósito del concepto de “diáspora”, y del debido respeto a los hechos históricos y a las fuentes, alguien se quejó en un artículo publicado en la red en defensa del aludido libro que vilipendia a Albizu de que, en su opinión, “la diáspora siempre tiene que humillarse ante los pies de la nación para ser recibida con los brazos abiertos” y agregó que “Es interesante como se habla de nación en estos lugares sin considerar [a] los que no tienen país, [sic] porque no hay tiempo para reflexionar en eso, porque se tiene que trabajar, porque se tiene que sobrevivir, porque vivir no es posible”. Esos comentarios son cónsonos con el que publicó meses atrás con el mismo propósito, y en estos días repitió tranquilamente, el denominado National Institute for Latino Politics and Policy con base en ese mundo saturado de historia que es la Ciudad de Nueva York. Al igual que algunos comentaristas, esa entidad ha dicho que una razón por la que en nuestra patria algunos condenamos el libro aludido es que el autor es “nuyorican” y “cruzó la línea al escribir sobre un asunto que es visto como predio exclusivo de la izquierda en Puerto Rico”. Otra razón, asegura el supuesto instituto, es la “envidia” de los críticos residentes en la Isla, de quienes dice que hemos fracasado en “hacer el cruce” a la inversa, hacia la metrópoli. Ciertamente le queda mucho por aprender sobre los boricuas a ese instituto de política pública latina, aparente heredero ideológico de Ramón S. Vélez. De paso, los que escriben y hablan en nombre de ese grupo deben abandonar la práctica de valorar la confiabilidad del contenido de los libros y su utilidad didáctica en términos de la cantidad de ejemplares vendidos.

Es forzoso aludir aquí ahora al desagradable tema del referido libro por dos buenas razones: la autora del libro que les presento forma parte de esa diáspora y su contenido es un tema “de la izquierda puertorriqueña”, dicho lo último entre comillas. Esto quiere decir, a la luz de la insostenible posición de esos voceros, que la doctora Jiménez ha cruzado esa supuesta línea imaginaria que algunos han trazado con sus infundados criterios. En su ofuscamiento ideológico, ni los políticos ni los politicastros logran ver la irrefutable realidad de que no hay razón para que la diáspora boricua tenga que humillarse ante la nación a la que pertenece, ni ante entidad alguna, ni lo ha hecho ni lo hará. Es evidente que esa diáspora, a la que me integré durante unos 15 años en Nueva York, sí tiene país, pues de otro modo no sería diáspora, y ese país es Puerto Rico.

Sépase además, aquí y allá y por doquier, que los boricuas, dondequiera que estemos, tenemos el derecho y, sobre todo, el deber de exigir respeto por nuestra historia de parte de quienquiera que opte por escribir sobre la misma sin importar desde dónde lo haga ni qué organización política, decrépita o vigorosa, lo respalde. Por otra parte, a los autores de la diáspora boricua se les reconoce, como a cualquiera otro autor o autora, el derecho de escribir y publicar en el idioma que para ello escoja.

Nadie en la diáspora boricua, ya sea honesto intelectual, o colaborador de espías o mañoso explotador de la pobreza, tiene fundamento alguno para sostener que los escritores independentistas en Puerto Rico no recibimos con el debido respeto a los colegas que en sus obras a su vez respetan la Historia misma como ciencia social. Este hecho acaba de ser confirmado una vez más por la admiración y el afecto con los que hemos recibido en su patria a la compañera autora de este libro.

La concienzuda historiadora de nuestra diáspora, quien escribió este libro luego de su jubilación de la Universidad de Rutgers, cuando no se le podía aplicar aquello de “Publish or perish”, se valió principalmente de fuentes primarias tales como documentos públicos, la mayoría de los cuales vinieron a estar disponibles recientemente, testimonios escritos y entrevistas grabadas y personales con fuentes a las que ella, contrario a gárrulos de barbería, identifica debidamente. Sin embargo, por más que uno tenga preferencia por los detalles, como evidentemente es el caso de la compañera Jiménez de Wagenheim, siempre es propenso a omitir o dejar escapar o por algún motivo no resaltar sucesos que son especialmente significativos para algunos lectores. Por eso no encontré alusiones a otros asuntos de mi especial interés, como el caso Rhoads ―muy probablemente una de las causas por las cuales el partido Nacionalista recurrió a la lucha armada―; a las denuncias de Albizu de que se le exponía a la radiación ―las cuales Carmín Pérez e Isabel Rosado mencionan en sus entrevistas para el libro como lo hace Rosa Collazo en sus Memorias―; ni al diagnóstico de locura que el gobernador Muñoz Marín en su proverbial jaibería ordenó especialmente para Albizu con el fin de contrarrestar sus denuncias de tortura a la altura de la era atómica.

No obstante, es tal la abundancia de datos biográficos sobre las compañeras a las que ella alude en este valioso libro que, aunque durante unas décadas departí informalmente de vez en cuando con nueve de las compañeras aquí incluidas y de que entrevisté formalmente a algunas de ellas, encontré un caudal de datos que he venido a conocer solamente después de leer la meticulosa narración que generosamente optó por obsequiarle a su patria la doctora Jiménez de Wagenheim.

Habrá lectores a quienes, como a este autor, les extrañará su uso del verbo “asesinar” en referencia al intento de luchadores por la libertad de ejecutar o ajusticiar al presidente Truman, además de algunas afirmaciones sobre el estado de salud de Albizu mientras estuvo en Estados Unidos. Precisamente, en lo que se refiere al concepto de “asesinar” versus “ajusticiar” dentro del contexto de una lucha de liberación nacional contra un invasor militar, surgió aquí mismo en este recinto un intercambio de ideas durante un foro reciente en torno a la insurrección de 1950. Creo procedente señalar que la base de la distinción que los independentistas hacemos entre “asesinar” y “ajusticiar” es ideológica. Es la misma que hacemos entre “robar” o “hurtar” y “expropiar”. Por eso, mientras la prensa dice, por ejemplo, que los Macheteros cometieron un robo contra la empresa Wells Fargo, nosotros decimos que fue una expropiación. Sobre esta cuestión, es mi interés recalcar un asunto consabido: que es necesario y prudente fomentar el análisis y las discusiones de las discrepancias, el manejo de conceptos controvertibles y otros aspectos de la disciplinada narración histórica, con la debida sobriedad en civilizadas discusiones con respeto y elegancia, sin recurrir a exageraciones ni a insultos ni a afirmaciones infundadas.

Nationalist Heroines: Puerto Rican Women History Forgot 1930s-1950s es, además, una confiable fuente de información en torno a los atropellos de los que hemos sido y somos víctimas bajo el abusivo imperialismo estadounidense. Por estar escrito en inglés, el libro tenderá a fortalecer aún más los lazos culturales y políticos entre los borinqueños en nuestra patria y los radicados en Estados Unidos de Norteamérica y en otros países. Además, iluminará a lectores del inglés, sean estadounidenses o de otras nacionalidades, quienes gracias a la internet están empezando a enterarse de nuestra existencia como nación caribeña subyugada.

En fin, esta nueva obra de 347 páginas de historia constituye un merecido reconocimiento de la autora a unas mujeres abnegadas, resueltas, dedicadas, que vivieron de modo cotidiano y en carne propia el postulado albizuista de organizarnos y entregarnos al rescate de nuestra soberanía con valor y sacrificio; mujeres que en el proceso ofrendaron vida y hacienda por la libertad y algunas hasta renunciaron a ser esposas y a ser madres. Constituye, de ese modo, un merecido homenaje no sólo a ellas, sino a la Mujer Boricua en general, la que con su temple, su valor, sus sacrificios y su firme determinación concebirá y alumbrará al fin una patria liberada. #

BREVE CARTA AL PADRE DE LA PATRIA BORINQUEÑA

Hace unas noches, durante el más reciente apagón general, medité en torno a la nueva situación que nos plantea la imposición de lo que llaman la Junta de Control Fiscal, la que para otros es sólo de “Supervisión” fiscal. El improvisado embeleco no es otra cosa que una agencia federal de cobro que el poder interventor ha colocado sobre la administración colonial que hace las veces de gobierno propio. Sin embargo, según dudables encuestas, esa dictadura tiene el creciente apoyo de la mayoría de quienes serán sus víctimas. Por supuesto, vino a mi mente el doctor Ramón Emeterio Betances y finalmente decidí enviarle por conducto del semanario Claridad la carta cuyo contenido reproduzco a continuación. Si, además de hacérsela llegar, Claridad la publica, entonces es forzoso concluir que todavía podemos albergar esperanzas. He aquí la carta:

Estimado doctor Betances,

Cuentan los historiadores y muchos que no lo somos repetimos, que estando muy enfermo, a apenas días de iniciada la invasión militar de nuestra patria borinqueña por fuerzas armadas estadounidenses, usted hizo angustiado la siguiente pregunta que creo ha permanecido sin adecuada respuesta: “¿Qué hacen los puertorriqueños que no se rebelan?” Creo que usted volvería a hacer su pregunta, obviamente nacida de profunda frustración, en el presente momento histórico.

Clama por respuesta su pregunta hoy día con igual angustia ante el hecho escandaloso de que aquel mismo gobierno recién ha tomado tranquilamente la iniciativa de despojarse de los mínimos visos de democracia con los que, para propio beneficio, ha estado pavoneándose ante el mundo. Se nos ha revelado, tanto ante nosotros como ante la comunidad internacional, completamente al desnudo. Se nos presenta el tirano rebosante de poder; altanero; con su característica arrogancia de imperio avasallador; hasta con espectaculares acrobacias aéreas sobre la capital; en fin, como el abusivo poder dictatorial que todo el tiempo fue y sigue siéndolo.

Pero volvamos a su histórica pregunta. Dicen algunos de esos historiadores y uno que otro los desdicen, que hubo cuando menos un fuerte afán de resistencia armada por parte de civiles en el ‘98 al margen de la que, por orgullo y disciplina, presentó el ejército del anterior invasor en defensa de su colonia. Se destacó entonces entre los civiles el boricua José Maldonado, (“Águila Blanca”), a quien usted seguramente tuvo ocasión de conocer. Aunque el Movimiento Libertador albizuista reconoció el papel patriótico de Maldonado, este aún no ha recibido la bendición de ciertos académicos ni de algunos organismos formales de lucha patriótica y lo mismo ha ocurrido hoy día con el desconocido patriota Noel Cruz Torres. Seguramente se destacaron otros patriotas más sin la necesidad de pertenecer a una organización política establecida ―requisito que parece existir hoy―, pero no lo sabemos.

El Invasor se ha ocupado de propagar el mito del total sometimiento voluntario del invadido, en aquel momento mil veces o más agradecido por la invasión porque albergaba ingenuo inútiles esperanzas de libertad. Para eso ha estado y sigue ahí, todo indica que eficaz, un sistema público de escolarización forzada que nos desnaturaliza. Así que, una respuesta a su pregunta en aquellos días podría haber sido que estábamos preparándonos para repeler al invasor; que sí, que los boricuas sí nos rebelamos, pero fue en vano y hay quienes se regocijan con negarlo.

Se podría alegar que no hubo en aquel momento suficiente sonrojo facial en el Pueblo boricua y que por ello la nación claudicó. No obstante, hay quienes, en efecto, atribuyen la aceptación de la invasión militar del ‘98 y la subsiguiente derrota de la resistencia armada, tanto militar como civil, a la creencia de la mayoría de que aquellos personeros del país de la versión moderna de democracia eran generosos emisarios que venían solamente con la humanista encomienda de liberarnos del yugo español y de paso enseñarnos paternalmente su idioma y algo de buenos modales.

Al cabo de tres décadas y un poco más, surgió un movimiento libertador que fue bruscamente detenido cuando aún estaba en su proceso de reclutamiento, de adiestramiento militar y de acopio de armas. Sus líderes y otros militantes fueron encarcelados, algunos en la metrópoli y todavía otros aquí mismo en su patria. Una década después, ya todos o casi todos en libertad, el líder de aquel movimiento ―por cierto, admirador suyo― logró reunir a un considerable contingente de boricuas, hombres y mujeres, resueltos nuevamente a desafiar al invasor del norte armas en manos, como lo estuvieron ellos mismos y otros más en la década de los ‘30. Aquella patriótica y heroica movilización y su consiguiente insurrección fueron de inmediato sofocadas, tal vez por haber sido precipitado el levantamiento. Sus principales participantes y hasta meros simpatizantes fueron encarcelados y su máximo líder torturado hasta causarle la muerte lentamente sin dejar rastros aparentes ―asesinato que, como el de otros patriotas, ha quedado impune. De modo que sí, una vez más la respuesta a su pregunta podría ser que lo que hacíamos en esa otra época a medio siglo de la suya era organizarnos; que por segunda vez volvimos a prepararnos y a rebelarnos, pero por desgracia, una vez más la rebelión fue en vano.

Se me ocurrió escribirle esta breve carta debido a que, como dije, la nación borinqueña está pasando una vez más por una situación sumamente crítica y creo que, ante la pasmosa pasividad que estamos mostrando, usted volvería a preguntar ―esta vez con mayor énfasis― ¡qué carajo es lo que hacemos que no nos rebelamos!

Las circunstancias son muy distintas a las anteriores en esta ocasión, don Ramón, pues aunque cualquier observador incauto estaría en la creencia de que existen múltiples organizaciones de resistencia activa, tal parece que las mismas sólo existen nominalmente. Sobre una de esas organizaciones, la más antigua en vigor, se comenta con insistencia que sólo existe debido a los beneficios económicos directos e indirectos que de la misma derivan unos pocos. Da pena el comentario, sea o no cierto, pues fue una organización relativamente fuerte, claramente combativa y en cierta medida exitosa, dirigida y sostenida por hombres y mujeres intachables y de generoso patriotismo. Más aún, hasta el famoso semanario Claridad, que fue punta de lanza batallando durante décadas de incesantes luchas con excepcional valor y profundos sacrificios, ha ido destruyéndose a sí mismo con excesivos desaciertos y, sobre todo, con el gradual y sostenido abandono de la legendaria combatividad que justificó su presencia y de la que tantos aún vivimos orgullosos.

Una mirada escrutadora sin mucha penetración revelaría que los actos de firme resistencia organizada que hoy día ocurren aquí y allá no resultan de la juiciosa planificación de esas organizaciones, sino de la de grupos de indignados ciudadanos en general y de estudiantes universitarios en particular. Desde la base, aquí y en la diáspora, esos ciudadanos han tomado la iniciativa de organizarse y actuar debido, precisamente, a la falta de una militancia fuerte y resuelta de las tradicionales entidades patrióticas que defiendan a la patria con generosa entrega.

Así como el triunfo de la izquierda en Chile bajo el liderato de Salvador Allende causó la errónea impresión de que un partido socialista podía constituir acá también una eficaz fuerza electoral ―lo que dio lugar a que el contundente y perseguido Movimiento Pro Independencia se convirtiera en Partido Socialista Puertorriqueño―, el triunfo de la desobediencia civil como instrumento de lucha frontal en la pequeña isla de Vieques ha causado la no menos errónea impresión de que basta con esa táctica para lograr deshacernos del yugo con el que nos sojuzga y nos humilla jubiloso ante el mundo el gobierno de Estados Unidos de Norteamérica. Tal vez sea por ello, por creer que la desobediencia civil es suficiente, que una otrora osada y combativa organización clandestina, escindida en dos, por supuesto, parece haberse conformado con observar el bochornoso espectáculo de la tiránica imposición ―nada menos que mediante legislación― de la Dictadura civil que en esta época nos esquilma.

Por otra parte, causa vergüenza ajena la existencia de otra organización independentista que, aunque compuesta como todas las otras por personas sinceramente comprometidas con la independencia, parece estar en la creencia de que lograremos la liberación de nuestra patria con tan sólo mantener vínculos con nuestras hermanas repúblicas latinoamericanas, enviar delegaciones a sus cónclaves regionales y emitir comunicados de prensa. En uno de esos cónclaves regionales, esa organización se quejó de que el gobierno de la metrópoli nos impuso la mencionada Junta dictatorial sin consultarnos ―y le aseguro que no bromeo.

No vaya a creer que decir públicamente esto que he dicho no acarrea algún tipo de represalia e incluso insultos a mi persona de parte de compatriotas independentistas y sin duda hasta de agentes provocadores profesionales. Ya tuve esa experiencia en ocasión de condenar enérgicamente a un novel autor que optó por caricaturizar maliciosamente la personalidad del líder de quien dije que fue asesinado subrepticiamente por el invasor del norte. Hubo quienes optaron por demostrar a tal extremo su aceptación de las falsedades que propagó en su libro que hasta presentaron su obra con elogios ante la estatua que el Pueblo le erigió a aquel prócer en el barrio de Ponce donde nació. Creo que no deberá haber lugar alguno para dudar de que la demostrada falta de tolerancia ante los señalamientos que no son del agrado de las aludidas organizaciones, así como su inmediato rechazo sin ponderación alguna, en no pocos casos hasta de críticas obviamente constructivas, han sido factores que han contribuido en alguna medida al general debilitamiento del movimiento independentista y a su evidente estancamiento. En fin, eso es lo que hacemos, don Ramón. Por eso es que esta vez no nos hemos rebelado todavía.

Solidariamente,

Pedro Aponte Vázquez

Claridad, por supuesto, no la publicó.

IMPLICACIONES HISTÓRICAS Y POLÍTICAS DE BRAVERMAN v. UNITED STATES

IMPLICACIONES HISTÓRICAS Y POLÍTICAS DEL CASO BRAVERMAN

© 2016 Pedro Aponte Vázquez

(Ensayo leído el 29 de julio de 2016 como parte del ciclo de conferencias auspiciado por la Casa Albizu en el Archivo Nacional de Puerto Rico, San Juan de Puerto Rico).

Gracias por su presencia y gracias a la Casa Albizu por la oportunidad de exponer aquí lo que en mi opinión constituye uno de los sucesos que mayor impacto puede haber tenido en el ámbito de nuestra lucha de liberación nacional: el caso Braverman vs. Estados Unidos. Haré énfasis sobre las dos sentencias de dos años cada una que la Corte federal le impuso a don Pedro Albizu Campos en 1936. Mencionaré la de seis años que con esas dos le impuso esa Corte y las otras de la Corte colonial posteriores a 1950, pero ambas merecen estudio aparte. Partiré del hecho ya establecido de que Albizu y otros compañeros de lucha fueron sentenciados a cumplir cárcel en Atlanta, capital de la provincia estadounidense de Georgia, por el delito de conspiración. Es decir, por la inconclusa misión de organirse para expulsar al invasor de nuestro territorio nacional.

Existen indicios documentales y testimonios confiables para sostener que cuando Albizu salió de la cárcel de Atlanta el 3 de junio de 1943, al cabo de seis años allí ―no de diez―, estaba físicamente exhausto e ideológicamente vigoroso, pero ―contrario a lo que históricamente se ha divulgado― no estaba de modo alguno moribundo. Además, es un hecho corroborado que de aquella asfixiante mazmorra donde ejerció de maestro y seguramente limpió pisos con mantas, el prócer salió sin haber aceptado las condiciones rutinarias de la probatoria que le impuso el arrogante y abusivo tribunal del Invasor[1]. Hoy veremos cómo eso fue posible.

El director vitalicio del FBI, J. Edgar Hoover, estaba sumamente frustrado, pues Albizu les dijo a los funcionarios federales del modo más inequívoco que no aceptaba someterse a la supervisión de oficial alguno y aun así salió de la cárcel. Aunque había tratado afanosamente de que el Negociado de Prisiones impidiera la salida de Albzu y en su lugar lo retuviera en prisión preventiva, el pobre Hoover había fracasado. Luego, a pesar de múltiples maniobras, no logró que se le revocara la libertad ni siquiera cuando el prócer violó las condiciones de la probatoria.

Es inevitable suponer que a Hoover le causó ira el haber fracasado en su empeño por reencarcelar a Albizu, sobre todo cuando se enteró de que el propio presidente Franklin D. Roosevelt había impedido que se le revocara la libertad.[2] Este último detalle se lo hizo saber a Hoover el director auxiliar de la división de espionaje doméstico del FBI, Milton Ladd, en un memorando del 22 de abril de 1944.

Más aún, existe constancia documental del propio FBI de que Hoover se enfureció con el director del Negociado de Prisiones, James Bennet, y con el procurador general interino, Charles Fahey. Hoover estaba en la creencia –errónea, pero con sólidos fundamentos– de que estos funcionarios habían persuadido al Presidente a no permitir que le revocaran la probatoria a Albizu. Hoover estaba en la creencia de que su célebre prisionero pudo salir de la prisión sin aceptar condiciones debido a las presiones que habían estado ejerciendo sobre Roosevelt diversas organizaciones de carácter político, utilizado este concepto en su sentido más amplio.

La verdad es que esa conjetura era más que razonable pues, mientras Albizu estuvo preso, hubo prominentes individuos y entidades de Estados Unidos y del exterior ejerciendo constante presión sobre el Presidente en pro de su liberación. Sin embargo, los documentos revelan que la conjetura es errónea. Por más que Roosevelt hubiera preferido no tener presiones nacionales e internacionales para que aquel líder revolucionario saliera de la cárcel y luego permaneciera en libertad, no respondió a esas presiones, si no a las de la opinión del Tribunal Supremo de su país en Braverman vs. U.S.[3]

Dentro de aquel complejo contexto histórico, en medio de una guerra en la que Roosevelt había inmiscuido a su país, era prudente ocultar esa opinión, y hasta Hoover estaba ajeno a la misma, según lo demuestran abundantes piezas de correspondencia del FBI. Por eso, el soberbio y siniestro director vitalicio de esa dependencia federal no depuso su actitud antagónica con­tra aquellos funcionarios a quienes responsabilizó por la excarcelación del prócer cuando se enteró de que la decisión de roosevelt obedeció a la mencionada opinión del Tribunal Supremo.

Por si fuera poco, Hoover incluso debe de haberse sentido burlado además de frustrado y angustiado, pues estaba convencido con sobradísima razón de que Albizu se había internado en el Hospital Columbus por pura jaibería. Él sabía que aquel jibarito de las Tenerías de Machuelo Abajo, no tenía condición de salud alguna que justificara su hospitalización. Para colmo, el muy jaiba encima había convertido su habitación privada nada menos que en cuartel general del Partido Nacionalista de Puerto Rico-Movimiento Libertador. Las numerosas visitas que Albizu recibía rutinariamente en su habitación en el hospital Columbus, donde además atendía y despachaba asuntos pertinentes a las operaciones del Partido, sugieren a gritos que, en efecto, su condición de salud no ameritaba su reclusión en un hospital y mucho menos durante los 29 meses que optó por permanecer recluido.

Lo que pasó fue que, según Charles Fahey y su departamento, las dos sen­tencias de dos años cada una impues­tas a Albizu por conspi­ración, las que habría de cumplir en probatoria luego de cumplir otros seis años por el mismo supuesto delito, eran inconstitucionales. Esta interpretación cobra mayor relevancia ante el hecho de que fue precisamente Fahey quien abogó por la posición del Gobierno de Estados Unidos en este caso. En armonía con su interpretación, no se le podía exigir legalmente a Albizu cumplir los cuatro años de las sentencias por los dos casos adicionales de conspiración, ni siquiera en probatoria. Hasta ahí el aspecto jurídico.

En el aspecto político, ante esa inesperada situación, es razonable inferir que Roosevelt consideró menester conspirar para ocultar del público la opinión de la Corte mediante censura previa ―tal vez so pretexto de estar el país en guerra― pues todo indica que la misma no fue publicada de inmediato, como era rutinario hacerlo. Al ocultársela al público, se la ocultaban también, por supuesto, a Albizu y a sus abogados.

La supresión de la noticia en torno a la opinión que había emitido la Corte podría ser la razón por la cual un abogado constucionalista de la talla de Santos P. Amadeo no parece haberse enterado de tan importante opinión, puesto que no la invocó en su férrea defensa de los Nacionalistas. Por si fuera poco, medio siglo después de la insurrección de octubre de 1950, el también constitucionalista y ex juez asociado del mal llamado tribunal supremo de Puerto Rico, Raúl Serrano Geyls, la desconocía. Hace unos 17 años consulté al compatriota Serrano Geyls en torno a Braverman vs. Estados Unidos y luego de enviarle la ficha bibliográfica me contestó gentilmente lo siguiente en carta del 18 de agosto de 1999. Cito textualmente:

“He leído el caso Braverman, el cual no conocía. No recuerdo que fuera citado por el Tribunal Supremo de Puerto Rico o por los tribunales federales en relación con los asuntos de Puerto Rico. No puedo medir los efectos de esa sentencia en las cuestiones jurídicas planteadas en los casos de los patriotas puertorriqueños porque ahora no recuerdo esas cuestiones con la precisión necesaria y en las circunstancias en que me encuentro no me es posible estudiarlas. Me doy cuenta de su importancia histórica y jurídica y me alegra saber que usted las examinará a fondo”. Termina la cita.

La Corte Suprema escuchó los argumentos sobre Braverman vs. U.S. el 21 de octubre de 1942 y lo decidió el siguiente 9 de noviembre, cuando todavía Albizu estaba preso en la cárcel federal de Atlanta. Ese día él estaba cerca de salir en libertad el siguiente mes de junio con una probatoria que, como he dicho, no aceptó.

A grandes rasgos, el caso Braverman consistió de dos asuntos, el principal de los cuales –y el que nos atañe—fue determinar, y cito: “si una convicción apoyada sobre varias acusaciones de conspiración para violar diversas disposiciones de las leyes de conspiración y de rentas internas y en las cuales el veredicto del Jurado se basa únicamente sobre pruebas de que ha habido solamente una conspiración, sostendría una sentencia de más de dos años de prisión, la pena máxima para una sola violación del estatuto de conspiración”. Cierro la cita.

En términos aparentemente sencillos, se trataba de si se justificaba sentenciar a más de dos años de cárcel a personas convictas de cometer un delito de conspirar para cometer varios delitos, dado que el delito de conspirar conllevaba una pena máxima de dos años.

Señaló la Corte Suprema que las cortes inferiores, cito: “[…] reconocían que un solo acuerdo para cometer un delito no se convierte en varias conspiraciones por el hecho de continuar por un período de tiempo […] y que puede existir tal único y continuo acuerdo para cometer varios delitos. Pero (sic) pensaron que en [Ex parte Snow, 120 U.S. 274, 281, 283 S, 7 S. Ct. 556, 559, 560] cada delito contemplado hace el acuerdo castigable como una conspiración separada”. Termina la cita.

Braverman y otros fueron acusados de siete cargos, cada uno de los cuales fue considerado como que constituía una conspiración para violar disposiciones de leyes federales sobre conspiración y sobre rentas internas. Durante el juicio, el Jurado estuvo expuesto a pruebas de que los apelantes habían colaborado con otros en los procesos de elaboración, transportación y distribución interestatal de bebidas alcohólicas, lo que conllevaba violaciones del estatuto de conspiración.

Esta situación es parecida al caso de Albizu y sus compañeros acusados excepto que, como se sabe, sus acusaciones nada tenían que ver con bebidas alcohólicas, sino con organizar a la patria para el rescate de su soberanía.[4] Por otra parte, contrario al caso de los Nacionalistas, Braverman y sus codemandantes le habían planteado al Gobierno que la prueba “no demostraba ni podía demostrar” la existencia de varios acuerdos, por lo que el Gobierno debía escoger uno de los siete cargos. El abogado del Gobierno no estuvo de acuerdo y respondió que, cito: “[…] los siete cargos de la acusación imputaban como delitos distintos los varios objetivos ilegales de una conspiración continua, que si el Jurado encontraba tal conspiración podría encontrar a los acusados culpables de tantas conspiraciones como objetivos ilegales tuviera, y que por cada una de tales violaciones se podía imponer la pena estatutaria de dos años”. Termina la cita.

Es razonable suponer que, en esencia, esa fue la posición que asumieron los fiscales en Puerto Rico, no sólo en la Corte imperial en los años 30 ―antes de Braverman―, sino, además, en las Cortes coloniales en los años 50 después de Braverman. Ahora bien, si la pena por violar el estatuto sobre conspirar conllevaba una pena máxima de dos años, tal cual se desprende de la opinión de la Corte Suprema, no había razón para sentenciar a Albizu a seis años por uno de los cargos. Invito a personas conocedoras de estos asuntos a examinar los hechos y determinar si por alguna razón procedía en Derecho la sentencia de seis años en uno de los cargos.

En el caso Braverman, el juez instruyó al Jurado en los términos que esbozó el Gobierno y el Jurado declaró a los acusados culpables según los cargos (o “guilty as charged”) por lo que fueron sentenciados a cumplir cada uno ocho años de cárcel. La Corte de Apelaciones para el Sexto Circuito confirmó[5] la sentencia basándose en su decisión en dos casos anteriores: Fleisher v. United States[6] y Meyers v. United States[7].

Es decir, que para la Corte de Apelaciones, la prueba desfilada demostraba que los acusados tenían un propósito en común y que actuaron concertadamente con el fin de cometer las violaciones de ley de las que se les acusó y que, por consiguiente, habían cometido más de una conspiración. La corte Suprema no lo vio así y por voz de su juez presidente, Harlan Fiske Stone, opinó que: “Ya sea que el propósito de un solo acuerdo sea el de cometer uno o muchos crímenes, comoquiera que sea, es el acuerdo lo que constituye la conspiración que el estatuto castiga. El solo acuerdo no puede verse como que constituye varios acuerdos y por consiguiente varias conspiraciones porque contemple la violación de varios estatutos y no de uno”.

La Corte devolvió el caso para que los apelantes fueran resentenciados en armonía con esa opinión.

Acá en Puerto Rico, Albizu fue declarado culpable de tres conspiraciones en 1936[8] y, como resultado de la insurrección de 1950, fue acusado en 12 casos de conspirar para por medio de sus discursos promover el derrocamiento del gobierno colonial por la fuerza. Por esos cargos fue sentenciado como si se tratara de 12 conspiraciones distintas.

Pasemos a ver ahora lo que considero serias implicaciones del caso Braverman. Tenemos en primer lugar que la opinión del Tribunal Supremo de Estados Unidos habría de ser de enorme beneficio para Albizu si se le revocaba la libertad por rehusar someterse en 1943 a la probatoria correspondiente a la sentencia de dos años por cada uno de dos casos de conspiración. El procurador general Fahey dice en un memorando del Departamento de Justicia del 18 de agosto de 1944 dirigido al agente Ladd[9] del FBI que, en opinión de su división de asuntos criminales, es “incierto” que se pueda lograr la revocación de la libertad en probatoria de Albizu a la luz del caso Braverman, ya que, cito: “en el caso de Campos (sic), su convicción se basó en más de un cargo que alegaba conspiración, todos de cuyos cargos eran una extensión de sus actividades generales, las cuales tenían por objeto derrocar el existente gobierno de EE. UU. en Puerto Rico”. Cierro la cita. Fahey se lo hizo saber así al presidente Roosevelt, por lo que este optó por conspirar con altos funcionarios de su Departamento de Justicia para evitar que la misma llegara a conocimiento público.

El hecho de ocultar dicha opinión causó que Albizu, en lugar de viajar de Atlanta a San Juan cuando salió de la cárcel y proceder a reintegrarse de inmediato a la lucha política activa en su patria ―como lo hizo al regresar cuatro años después, en diciembre de 1947―, optara por viajar a la Ciudad de Nueva York e instalarse en el hospital Columbus. Allí lo recluyó el doctor Epaminondas Secondari, un médico italiano de la entera confianza del congresista Vito Marcantonio, quien a su vez apoyaba con fervor la lucha por la independencia de Puerto Rico. Secondari se encargó de establecer que la condición de salud de Albizu era precaria y, como fue él quien ordenó recluirlo, ningún médico del hospital tenía la autoridad para darlo de alta ―hecho que Hoover resintió profundamente.

Albizu, por su parte, venía obligado a regresar a Puerto Rico cuando fue excarcelado el 3 junio de 1943 porque fue aquí, y no en Nueva York, donde ocurrieron los hechos por los cuales fue a prisión y era aquí, y no en Nueva York, donde tenía que extinguir la probatoria que rechazó. Con su reclusión en el hospital Columbus el 6 de junio por causa de una gravedad evidentemente fingida, el prócer se proponía eludir el largo brazo de la injusticia. Insisto en recalcar que no se trata de que tuviera la ciudad de Nueva York por cárcel, ni que saliera moribundo de la cárcel de Atlanta, ni que se le impidiera regresar cuando salió de allí. Viajar a Nueva York e internarse en el hospital fueron decisiones que Albizu tomó libremente; fueron tácticas que utilizó en contra de lo que había dispuesto El Invasor. Fue exclusivamente suya también la decisión de permanecer dos y medio años en el Hospital Columbus protegido por Secondari y luego año y medio en residencias privadas en la ciudad de Nueva York.

El 9 de noviembre de 1945, casualmente en el tercer ani­versario de la opinión en el caso Braverman, Albizu optó por abandonar súbitamente el hospital y fue a residir en el apartamento del Nacionalista Juan Álamo, en la avenida Brook 173, en el sur del Bronx en la Ciudad de Nueva York. Álamo vivía en el segundo piso y en el tercero vi­vían con sus tres hijas Oscar Collazo y su esposa y militante Nacionalista Rosa Cortez (mejor conocida como Rosa Collazo).

Dado este escenario, la pregunta obligada es: ¿Sucedieron eventos políticos de crucial importancia en Puerto Rico durante los cuatro y medio años comprendidos entre el 3 de junio de 1943 y el 15 de diciembre de 1947, cuando de hecho regresó? Recordemos esas fechas: junio de 1943 y diciembre de 1947.

Para 1941 y 1943, mientras Albizu estuvo preso, expatriado, desalojado del escenario borinqueño,[10] comenzaba a tomar forma y fuerza el llamado Partido Popular Democrático (PPD) recién fundado en julio de 1938. Luego, para octubre de 1946 ―escasamente un año antes de su regreso― brotó como especie de antítesis del albizuismo el electoral Partido Indepen­dentista Puertorriqueño (PIP). El PIP surgió a pesar de que el Partido Nacionalista de Puerto Rico-Movimiento Libertador seguía militante, incluso en el plano internacional. La presencia y el movimiento de estas nuevas fichas en el tablero electoral de la política colonial, fue resquebrajando el sentimiento nacionalista ―utilizado ese término con “n” minúscula― hasta descuartizarlo. El PPD, por su parte, aprovechó para ir sembrando en el fértil terreno de la mente cada día más colonizada del Pueblo ―dígase en el espíritu, si se quiere―, y bajo el ojo avizor del Invasor-Colonizador, ese terror paralizante que todavía hoy le tiene a la libertad ―terror que sucesivas generaciones han venido llevando a rastras cual pesada cruz.

Por otra parte, de haberse conocido de inmediato esta opinión de la Corte Suprema, a Albizu no se le habría podido acusar en 1951, tan sólo nueve años después de formulada, pero no divulgada la opinión, de 12 casos de conspiración bajo la infame ley de “La Mordaza”. Bajo esa ley fue convicto el prócer doce veces por una misma conspiración y, conjuntamente con la violación de otras leyes, fue sentenciado a cumplir de 72 a 80 años de cárcel.[11] Cincuenta y cuatro de esos años fueron por las doce conspiraciones. (Permítaseme intercalar que fue precisamente José Trías Monge, propulsor de la ley de “La Mordaza”, quien expulsó al prócer de la cárcel luego de conseguir que el psiquiatra Luis M. Morales lo declarara paranoico esquizofrénico).

Sus sentencias de cárcel habrían sumado unos 18 años, la mayor de estas de 7 a 15 años por un caso de supuesto “Ataque para cometer asesinato”. De haber sido las sentencias concurrentes, habría podido extinguirlas en alrededor de siete años, o sea, para 1956 o aun antes. En tal caso, tal vez no se habría complicado tanto su salud y hasta habría podido vivir más allá de 1965 al no estar a merced de sus verdugos.

En fin, de haberse conocido la opinión de la Corte Suprema del Invasor inmediatamente tras su adopción el 9 de noviembre de 1942, Albizu habría podido llegar a Puerto Rico cuando apenas comenzaba el fortalecimiento del PPD y cuatro años antes de que surgiera el PIP, dos cruciales desarrollos políticos sobre los cuales su presencia y su liderato habrían influido. Incluso es probable que no hubiera surgido el PIP. Desde luego, no sabemos ni habremos de saber cuán amplia y cuán profunda habría sido esa influencia ni qué consecuencias habría tenido la misma. No obstante, es altamente probable que sin la conspiración de Roosevelt para ocultar el caso Braverman, la presente historia de nuestra nación sería significativamente distinta. #

[1] Albizu y sus compañeros fueron internados en la penitenciaría federal de Atlanta, capital de la provincia sureña de Georgia, el 8 de junio de 1937.

[2] Memorandum del agente D.M. Ladd a Hoover, 22 abril 44, expediente del FBI, sección 3. Vea una narración más detallada de este histórico asunto en Pedro Aponte Vázquez, Albizu: Su persecución por el FBI. San Juan: Publicaciones RENÉ, 2000.

[3] Braverman vs. U.S., 317 US 49.

[4] Un Gran Jurado acusó a Albizu y los otros el 3 de abril de 1936 de violación de las Secciones 4, 6, 7 y 88 del Título 18 del Código Penal de Estados Unidos.

[5] 125 F. 2d 283

[6] 91 F.2d 404

[7] 94 F. 2d 433

[8] El juicio había comenzado el 14 de julio, terminó sin veredicto cinco días después y, efectivamente, el 27 de julio comenzó el segundo juicio, el cual terminó a las 12:30 de la madrugada del 31 de ese mes, 1936roosevelt. Los convictos apelaron ante el Tribunal de Apelaciones del Circuito de Boston y, mientras tanto, fueron encarcelados en la cárcel La Princesa en San Juan. El referido tribunal confirmó las convicciones y las sentencias y el 8 de junio de 1937 fueron internados en la penitenciaría federal de Atlanta. Expediente del FBI, sección 1.

[9] Memorandum dirigido al agente D.M. Ladd, 18 de agosto de 1944, expediente del FBI, sección 3.

[10] Además de Albizu, fueron enjuiciados y sentenciados a prisión Juan Antonio Corretjer, Luis Florencio Velázquez y su hijo Julio Héctor, Clemente Soto Vélez, Juan Gallardo Santiago, Pablo Rosado Ortiz y Erasmo Velázquez Olmedo. Otros acusados fueron Rafael Ortiz Pacheco y Juan Juarbe Juarbe. Ortiz Pacheco se refugió en la República Dominicana, regresó, renegó de su ideal independentista y se integró a la judicatura. A Juarbe Juarbe, quien para entonces era “la mano derecha” de Albizu como su secretario personal, le retiraron los cargos porque supuestamente la fiscalía federal tenía sufucientes pruebas contra los otros, pero no contra él. El enjuiciamiento y encarcelación de Albizu y los otros líderes mencionados fue el primer golpe en el proceso del gobierno de Estados Unidos de destruir al Partido Nacionalista de Puerto Rico, lo que finalmente logró a partir del año de 1954.

[11] Casos coloniales:

Caso # Cargo Sentencia fecha

F-2796 Ataque p/c asesinato 7 a 15 años 16 marzo 51

F-2795 Ley 53, 1948 12 cargos 54 años 9 agosto 51

M-6336 Ley 67, 1934, Art. 12 2 y medio años 20 febrero51

M-6337 Ley 67, 1934, Art.11 6 años 20 febrero 51

M-6338 Posesión ilegal de armas 9 meses 20 febrero 51

M-6340 Posesión ilegal de armas 1 año 20 febrero 51

M-6341 Posesión ilegal de armas 6 meses 20 febrero 51

(Fuente: DECLARACION JURADA del Alcaide del presidio, capitán Gerardo Delgado, 16 septiembre1961 ante el licenciado Francisco Agraít Oliveras, 2 págs., Archivo Nacional de Puerto Rico, Fondo: Departamento de Justicia; Serie: Documentos Nacionalistas; Tarea: 90-29).

 

O YANQUIS O PUERTORRIQUEÑOS

LA SUPREMA DEFINICIÓN

LA SUPREMA DEFINICIÓN

Estamos en el mero inicio de la confrontación directa con El Invasor en uno de los momentos más críticos de nuestra Historia moderna. En momentos como este no hay lugar para las exigencias de acatamiento de las leyes del imperio ni para recriminaciones y acusaciones contra nosotros mismos, ni para pasar juicio sobre el proceder de compatriotas que optan por luchar sin adherirse a los códigos de conducta con los que la clase dominante garantiza nuestro sometimiento a su voluntad. Es la hora de luchar y de apoyar la lucha como cada cual entienda que tiene la capacidad para hacerlo. ¡ALBIZU VIVE! ¡VIVA ALBIZU!

NUEVO LIBRO DESCRIBE LA VIDA DE HEROÍNAS BORICUAS

En Nationalist Heroines: Puerto Rican Women History Forgot 1930s-1950s (N.J.: Markus Wiener Publishers, Inc., 2016, 347 págs.), la historiadora puertorriqueña Olga Jiménez de Wagenheim no solo les recuerda a sus lectores el hecho de que las mujeres boricuas no eran (y todavía no son, permítaseme agregar) invisibles para nuestro opresor en el curso de nuestra lucha por independizarnos del imperialismo yanqui sino que, además, nos lleva de la mano a través de una exposición profusa y adecuadamente documentada que nos provee una vista panorámica de nuestra más reciente historia política.

El libro rinde tributo a dieciséis mujeres, 15 de las cuales fueron perseguidas y encarceladas por haber participado o parecerle al Invasor que habían participado en la lucha armada del Partido Nacionalista de Puerto Rico de los años de 1950, y otra que heroicamente sobrevivió la Masacre de Ponce en 1937. En relación con esta limitación que se impuso, Jiménez de Wagenheim dice estar “consciente de que otras puertorriqueñas han sido encarceladas por sus ideales políticos a partir de los años 50 y merecen también un estudio profundo de sus hazañas y contribuciones a la causa de la independencia de Puerto Rico” y añade: “Lamento no ser yo la autora”. Además, provee una breve y vívida introducción con una imprescindible narración de las condiciones objetivas que llevaron a la insurrección de 1950 contra la tiranía de EE. UU.

Aunque el título nos indica que trata sobre mujeres Nacionalistas, justificadamente incluye a una que no lo era: la pacifista Ruth M. Reynolds, oriunda de las Black Hills de los nativos Lakotas, quien desempeñó un importantísimo papel en nuestra lucha, pero no perteneció al Partido Nacionalista ―un detalle que Jiménez de Wagenheim deja claro. Por otra parte, el subtítulo del libro, Mujeres puertorriqueñas que la Historia olvidó, 1930s-1950s, invita a un análisis semántico, pues se podría alegar que a estas compañeras no las olvidó la Historia, por cuanto los Pueblos, sus líderes y sus historiadores son los que olvidan. Más aún, tal parece que muchas de ellas han sido olvidadas, no todas.

Jiménez de Wagenheim, perteneciente por muchos años a la diáspora boricua y quien, aunque en las entrañas del monstruo ha mantenido con firmeza su primer apellido con su tilde, no es una neófita en estas lides, pues ha publicado libros y artículos sobre otros aspectos de la historia política de Puerto Rico, incluyendo nuestra rebelión contra el imperio español. Sobre todo, lo ha hecho con extremo cuidado y con respeto a los hechos históricos, metodología esta a la que algunos autores y hasta algunos críticos parecen darle de codo. Para este libro se valió principalmente de fuentes primarias tales como documentos públicos, la mayoría de los cuales vinieron a estar disponibles recientemente, testimonios escritos y entrevistas grabadas y personales con fuentes a las que, contrario a algunos autores, ella identifica debidamente.

Sin embargo, aunque es evidente su predilección por los detalles, Jiménez de Wagenheim evade mencionar sucesos significativos aunque fuera solamente, en este caso en particular, al menos en notas bibliográficas. Tal es el caso del escándalo Rhoads ―muy probablemente una de las causas por las cuales el partido Nacionalista recurrió a la lucha armada―; las denuncias de Albizu de que se le exponía a la radiación ―las cuales Carmín Pérez e Isabel Rosado mencionan en sus entrevistas como lo hace Rosa Collazo en sus Memorias―; y el diagnóstico de locura que el gobernador Muñoz Marín ordenó especialmente para el líder Nacionalista con el fin de contrarrestar sus alegaciones.

Por otra parte, es tal la abundancia de datos biográficos de este libro que, aunque conversé de vez en cuando con nueve de las mujeres aquí incluidas y de que entrevisté a muchas de ellas hace unas décadas, encontré un caudal de datos que he venido a conocer solamente después de leer la meticulosa narración que contiene.

A pesar de su uso del verbo “asesinar” en referencia al intento de luchadores por la libertad de ejecutar al presidente Truman y de afirmaciones sobre el estado de salud de Albizu mientras estuvo en Estados Unidos las cuales podemos refutar sobre la base de documentación histórica, Nationalist Heroines: Puerto Rican Women History Forgot 1930s-1950s es una confiable fuente de información en torno a los atropellos de los que hemos sido y somos víctimas bajo el imperialismo estadounidense. Por estar escrito en inglés, el libro no sólo tenderá a fortalecer aún más los lazos culturales y políticos entre los puertorriqueños en nuestra patria y los de Estados Unidos y otros países, sino también iluminará a otros lectores que están empezando a enterarse de nuestra existencia como nación caribeña subyugada.

Basado en la experiencia, uno puede razonablemente suponer que el Partido Independentista Puertorriqueño dejará de lado algunas tareas para asegurarse de que el libro sea ampliamente distribuido a lo largo y lo ancho de la Isla.

 

 

NEW BOOK DEPICTS LIFE OF PUERTO RICAN HEROINES

In Nationalist Heroines: Puerto Rican Women History Forgot 1930s-1950s (N.J.: Markus Wiener Publishers, Inc., 2016, 347 pp.), Puerto Rican historian Olga Jiménez de Wagenheim not only reminds her readers of the fact that Puerto Rican women were not (and still are not, allow me to add) invisible to our oppressor in the course of our struggle for independence from Yankee imperialism, but also guides us by the hand through a profusely and adequately documented exposition that provides a panoramic view of our most recent political history.

The book pays tribute to sixteen women, fifteen of which were persecuted and incarcerated for having participated or just seeming to the Invader to have participated in the Nationalist Party of Puerto Rico’s 1950s armed struggle, plus one who heroically survived the 1937 Ponce Massacre. Regarding that self-imposed limitation, Jiménez de Wagenheim says she is “aware that other Puerto Rican women have been imprisoned for their political ideals since the 1950s and also merit an in-depth study of their deeds and contributions to the cause of Puerto Rico’s independence” and adds: “Regret not being that scholar.” In addition, she provides a brief and vivid introduction with a much needed account of the objective conditions that led to the 1950 insurrection against U. S. tyranny.

Although the title indicates that it is about Nationalist women, she justifiably includes one who was not: pacifist Ruth M. Reynolds, from The Black Hills of the Lakota natives, who played a very important role in our struggle, but was not a member of the Nationalist Party ―a point Jiménez de Wagenheim does make clear. On the other hand, the book’s subtitle, Puerto Rican Women History Forgot 1930s-1950s, invites a semantic analysis, for it could be argued that these compañeras were not forgotten by History, insofar as the Peoples, their leaders, and their historians are the ones who forget. Furthermore, most of them seem to have been forgotten, not all of them.

Jiménez de Wagenheim, for long a member of the Puerto Rican diaspora who, although in the monster’s belly, has held fast to her own family surname and even to its graphic accent, is no newcomer to these endeavors, having published books and articles on other aspects of Puerto Rico’s political history, including our rebellion against the Spanish empire. Above all, she has done so with utmost care and respect for historical facts, a methodology some authors and even some critics seem to shun. For this book, she availed herself of primary sources such as public documents, most of them only recently made available, written testimonies, and tape-recorded as well as personal interviews with sources which, contrary to some authors, she duly identifies.

However, although evidently quite fond of details, Jiménez de Wagenheim avoids mentioning meaningful events if only, in this particular case, at least in bibliographical notes. Such is the case of the Rhoads scandal ―very likely one of the reasons the Nationalist party resorted to armed struggle―; Albizu’s claims of exposition to radiation ―which Carmín Pérez and Isabel Rosado mention in their interviews as does Rosa Collazo in her memoirs―; and the insanity diagnosis governor Muñoz Marín ordered specially for the Nationalist leader in order to counter those claims.

On the other hand, this book’s abundance of biographical data is such that, despite my having conversed now and then with nine of the women here portrayed and having interviewed most of them decades ago, there is an array of facts I have come to learn only from reading the meticulous narrative it contains.

Despite its use of the verb “assassinate” in reference to the attempt by freedom fighters to execute President Truman and to assertions regarding Albizu’s state of health while in the U.S. that can be refuted on the basis of the historical record, Nationalist Heroines: Puerto Rican Women History Forgot 1930s-1950s is a reliable source of knowledge about our plight under U.S. imperialism. Written in English, it not only will tend to strengthen even more the cultural and political ties between Puerto Ricans in our motherland and those in the U. S. and elsewhere, but also will illuminate other readers who are just beginning to learn about our existence as a subjugated Caribbean nation.

Based on experience, one can reasonably expect the Puerto Rican Independentist Party to go out of its way to make sure that it is widely distributed throughout the Island.